Para Ángel Sánchez, amigo que siempre me tendió su mano para sortear los laberintos de la riqueza periodística de Proceso. In memoriam.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Hace exactamente un año en Boston, en el congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, durante una discusión académica sobre seguridad en México, un participante presumía su relación con los militares mexicanos anunciando a la Guardia Nacional como “la cuarta fuerza armada del país” (26 de mayo de 2019). La expresión del vocero oficioso del Ejército dejó entrever que nunca se le concibió como una expresión policial civil.
Así visto, el nuevo ente cuya vida legal nace con su ley orgánica (Diario Oficial de la Federación, DOF, 27 de mayo de 2019) reduce su valor a ser un apéndice funcional militar. A un año de su creación formal, la Guardia Nacional ha mostrado su valor simbiótico como ente orgánico que le permite ahora a las Fuerzas Armadas hacerse de la seguridad pública (con todo lo que ello implica en términos de aprovechamiento de recursos presupuestales, materiales y humanos) y, no menos importante y en principio, constituirse en el brazo armado de las decisiones discrecionales del presidente. Para esto último ya cuenta con un traje legal a la medida que se inició no sólo con reformas constitucionales que dieron al traste con la separación civilista de la seguridad pública, sino con la vulneración de principios del debido proceso que devuelven al país a una condición autoritaria similar a la de hace seis décadas.
Simulación de nuevo cuño
Al término de 2018 la Suprema Corte declaró inconstitucional la Ley de Seguridad Interior (que estuvo vigente casi un año) con la que el gobierno pasado coronó la actuación de los militares en las calles en tiempos de paz con un “marco legal apropiado”. La decisión presidencial actual, considerando un estorbo el marco constitucional, cambia el texto incómodo para dar paso al nuevo arreglo político-militar que terminó por trastocar la esencia original (de 1917 pero con herencia liberal del siglo anterior) tanto de la figura de la Guardia Nacional como la vulneración de la función civilista de la seguridad pública… y así, acabar con la “simulación” del uso militar en tareas civiles. Sin embargo, se impuso otra simulación. Mientras se acabó con la naturaleza federalista de la Guardia Nacional, junto con su componente voluntario y civil como fue concebida desde el siglo XIX, el nuevo diseño constitucional y legal empodera con un marco centralista y caudillista al nuevo ente “policial”. Al mismo tiempo quedó plasmada en la reforma constitucional una contradicción estructural y orgánica que no se resolverá al término del sexenio (porque no era esa la intención): formar con militares la simiente del nuevo cuerpo que se definió de antemano con una formación y disciplina castrenses.
Se ha contrapuesto a las críticas de esta visión deformada de la función policial, la falacia de que no hay diferencias con la integración de soldados y marinos porque, según, vienen de ser policías en sus dependencias de origen (artículo segundo transitorio de la reforma constitucional). Los “policías militares”, debe aclararse, están orientados a una cuestión de disciplina y orden institucional interno y difieren de la concepción policial básica de la seguridad pública. En términos llanos, se militariza la visión civil de una función también civil.
Trampas, “transas y agandalle” militar
La génesis de la Guardia Nacional del actual gobierno tuvo que guardar ciertas formas de diálogo parlamentario, pero sin la intención de modificar la imposición del nuevo esquema. A los partidos de oposición e incluso a ciertos correligionarios en las cámaras que seguían creyendo en la fe civilista y crítica contra del ejército, esgrimida por López Obrador como candidato, se les convenció de votar la reforma constitucional a cambio de establecer plazo (por el resto del sexenio) al mando operativo de la naciente Guardia Nacional y no abandonar el fortalecimiento de las policías de los estados. El comandante nombrado por el presidente fue un general en activo próximo al retiro y de las policías estatales y municipales, mejor ni hablar.
Desde antes de la reforma constitucional y de las leyes que le darían vida al nuevo cuerpo policial, su implementación se erigió sobre una guerra declarada y encabezada por el propio presidente contra la extinta Policía Federal. Las premisas que forjaron la demolición institucional son 1) que “fue creada hace 20 años para suplir la labor de las Fuerzas Armadas en el combate a la delincuencia”; y 2) el alto grado de la ineficiencia y corrupción policial (por ende, del sistema nacional de seguridad pública). La primera afirmación no tiene sustento y el presidente traiciona su propia palabra como candidato. En tanto que el segundo argumento ignora convenientemente que los oficiales y tropa del Ejército y la Marina son también parte responsable del fracaso sobre el que se regodea el gobierno para denostar a todos los policías del país. La Guardia Nacional sería la bala de plata que, según, enmendaría la seguridad pública (del periodo neoliberal, habría que añadir) y nos devolvería la tranquilidad como país.
La visión extendida como cuerpo militar ambivalente de la Guardia Nacional es más que ventajosa para el factótum militar: Los recursos presupuestales se mantienen intocables (incluso susceptibles de incrementarse pese a la escasez económica) aun en situaciones críticas de emergencia como las que está viviendo el país. También hay un aprovechamiento militar al asumir propiedad y control de la infraestructura física y tecnológica de la extinta policía. En lo orgánico, esta depredación militar se hizo evidente al diseñar la ocupación de los mandos del nuevo cuerpo armado sólo para militares mediante formulaciones tramposas de la ley, al exigir requisitos que sólo oficiales castrenses podían satisfacer y no los provenientes de la Policía Federal. De esta forma, cuando menos el Ejército dio salida a una deformación estructural que arrastra desde hace décadas con altos mandos sin tropa y que, ahora con la Guardia Nacional, les da acomodo y elementos bajo sus órdenes. Estos altos mandos militares, privilegiados entre los privilegiados, ya en el nuevo cuerpo armado, ganan más que el presidente (La Silla Rota, 1 de agosto de 2019).
Difícil diferenciar en términos civilistas el diseño y comportamiento institucional de la Guardia Nacional cuando observa identidades militares incluso en la manera discrecional en que se deforma estructuralmente. El manejo de transferencias de efectivos del Ejército y la Marina es desordenado y confuso (Alejandro Hope, El Universal, 25 de mayo) es muy diferente a la manera en que operó la simiente militar de la antigua Policía Federal Preventiva. Sólo se tiene registro de lineamientos expresos sobre la transferencia del personal de la extinta Policía Federal (DOF, 30 de septiembre de 2019). El pasado mes, sin cambio legal de por medio que implicaría la intervención del Congreso, de manera poco clara en cuanto a intenciones y alcances, se crea una subestructura que prácticamente reproduce un poder policial… dentro de la misma función de policía que tiene encomendada la institución (DOF, 29 de abril). Se trata de una Dirección General de Servicios Especiales que se forma por nueve unidades, la primera de ellas bajo el ambiguo nombre, también, de “Servicios Especiales”. El hecho en sí de superponer áreas que se encuentran bajo el mando directo del comisario general y comandante general (el lenguaje también se pervierte) de la Guardia Nacional, recuerda la práctica habitual de titulares de la Sedena que, de vez en vez, crean unidades especiales cuyas actividades y atribuciones simplemente permanecen en las sombras de la responsabilidad del alto mando. En este entramado complejo la voz del titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana es inexistente o engañosa, como en el caso del reciente decreto presidencial (“…el apoyo de la FFAA está subordinado a la GN”, 12 de mayo). La CNDH aquí brilla por su ausencia, el signo de los tiempos.
Ideología y populismo militarista
“(Yo les pido)… que no olviden que del trabajo de ustedes va a depender mucho el (sic) que llevemos a cabo entre todos los mexicanos la Cuarta Transformación…”, así se dirigió el presidente en la “inauguración” de la Guardia Nacional (subrayado mío, 30 de junio de 2019). Asignar una carga ideológica al margen de una visión constitucional y de Estado a la Guardia Nacional, sólo permite interpretar que su concepción de seguridad gira en torno del presidente y su proyecto. El despliegue de 32 coordinaciones estatales y de 160 regionales (originalmente se anunciaron 266) evoca un criterio de presencia más bien política que de protección ciudadana. Inevitable pensar, dada la racionalidad presidencial, en la identidad de la Guardia Nacional y una eventual interfase con los “Comités de Defensa de la 4T” que se están formando (Rogelio Hernández López, Eje Central, 25 de mayo).
La decisión ilegal del presidente de reforzar su poder liberando al Ejército en las calles (DOF, 11 de mayo), es una vuelta de tuerca militarista a las previsiones problemáticas de una legitimidad que denota ya un comportamiento de desgaste (así sea oscilante en la aceptación social). Se trata de un escenario negativo donde la Guardia Nacional es insuficiente. Con todo y su crecimiento cuantitativo (a golpe de transferencias militares), no ha desarrollado un mínimo de músculo de fuerza institucional para asumir siquiera la mitad de sus atribuciones policiales y de seguridad pública. Peor aun cuando empieza a acumular señalamientos de desviaciones en su comportamiento: prácticas de extorsión, colusión con el crimen organizado, etc. (Ver pertinente análisis de Maureen Meyer de WOLA, 26 de mayo.)
La representación en México de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU advertía, en su momento, sobre la reforma que daría vida a la Guardia Nacional, que “una decisión de reemplazar una corporación federal civil por una nueva corporación de carácter militar –además, a través de un cambio constitucional– podría ser prácticamente irreversible”. Y su uso político, habría que agregar, se hace cada vez más evidente junto con las consecuencias negativas de que, ahora sí, después de agotar el recurso militar, ya no queda nada.
Ensayo publicado el 7 de junio en la edición 2275 de la revista Proceso.