CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La situación actual de nuestro país puede caracterizarse como un momento de luces y sombras; en el horizonte asoman lo mismo graves riesgos que oportunidades. Este texto pretende, primero, ofrecer un ejercicio basado en ese esquema, para luego plantear un análisis con perspectiva de mediano plazo. Este doble ejercicio analítico y prospectivo –vale la pena decirlo de una vez– no está animado por un afán de neutral objetividad. Por el contrario, los autores –rectores ambos de universidades confiadas a la Compañía de Jesús– buscamos ser fieles a la misión de servicio a los más desfavorecidos que, desde hace casi 500 años, ha caracterizado la educación jesuita en el mundo y en México, a menudo en condiciones de adversidad.
A un año del inicio del nuevo gobierno, hemos decidido correr el riesgo de hacer pública una mirada sobre el presente y el futuro de México. Ante la compleja conflictividad de nuestro tiempo, las universidades jesuitas no pueden asumir una actitud de acomodo oportunista ni tampoco pueden recurrir al enjuiciamiento fácil inspirado por una supuesta superioridad moral. Por eso, con las ideas que vienen enseguida, queremos reivindicar nuestra vocación de análisis y discernimiento ante la incertidumbre, así como responder a la opción decidida por la Compañía de Jesús de ponerse al lado y al servicio de los que más sufren, y procurar ser instrumentos eficaces para transformar las condiciones que impiden a las mayorías vivir dignamente.
Luces
Primero, resulta justo ponderar que la actual distribución del poder político en nuestro país es resultado de la decisión de un amplio sector de la sociedad de rechazar un proyecto económico-político que durante al menos las últimas tres décadas profundizó las desigualdades sociales y se mantuvo en el poder gracias a la institucionalización de la corrupción y la impunidad. Dicho proyecto tuvo un alto costo para la mayoría de la población, sometida hasta la fecha a condiciones de inseguridad personal y precariedad.
No obstante, es preciso señalar que esa orientación del voto en favor de Andrés Manuel López Obrador, si bien incontrovertiblemente mayoritaria, no corresponde a una filiación ideológico-partidista bien definida y estable, ni es expresión de la totalidad de las lecturas y proyectos de país que constituyen el complejo entramado de nuestra sociedad. A lo largo de estos meses, algunos han resultado evidentemente afectados en sus intereses y privilegios; otros, a pesar de coincidir con el presidente en el diagnóstico, han expresado su disenso en lo concerniente a las vías y formas de impulsar la urgente transformación del país.
Propios y extraños reconocen que el presidente y buena parte del equipo del gobierno federal tienen una genuina preocupación por hacer de México un país más justo. En las últimas décadas es probable que no haya habido una administración que tuviera en tan alta prioridad a la justicia social. Esta intención, en un país con la mitad de la población en pobreza y señalado como uno de los más desiguales de la OCDE –junto con Sudáfrica y Costa Rica–, no es asunto menor. La suprema gravedad de la condición de asimetría en nuestro país se ilustra crudamente en el hecho de que, de acuerdo con el recién publicado informe de Oxfam México, las seis personas más acaudaladas tienen más riqueza que el 50% más pobre. Resulta no sólo pertinente sino imperativo avanzar en la instrumentación de medidas de redistribución de la riqueza en nuestro país.
Se han implementado políticas orientadas hacia la justicia social –Jóvenes Construyendo el Futuro, Insabi, pensión para adultos mayores– y el gobierno argumenta que pronto se verán los beneficios. Sin embargo, las preguntas cruciales tienen que ver con la sostenibilidad de este esfuerzo: ¿cómo se garantizarán a futuro los recursos para continuar con los programas? ¿Cuáles son los criterios que permitirán evaluar la efectividad de estas medidas en el abatimiento de la desigualdad y en el acceso a niveles de bienestar para los sectores vulnerables? Las buenas intenciones no bastan; es imprescindible garantizar la perdurabilidad de estas políticas y evaluarlas desde una lógica de acceso a derechos sociales y evitar prácticas clientelares.
Otra buena noticia que debe subrayarse es la relegitimación de las instituciones políticas, particularmente la institución de la Presidencia. Tras un sexenio –el pasado– en el cual el presidente llegó a contar con la aprobación de casi uno de cada 10 mexicanos, el hecho de que López Obrador tenga tan alto nivel de aprobación puede contribuir a revertir el deterioro de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas. Esta legitimidad abona a la gobernabilidad y será valioso que no se abuse de ella, para lo cual es necesario contar con contrapesos efectivos al interior del régimen político y de la misma sociedad.
No menos dignos de consideración son, por supuesto, los diversos esfuerzos por reivindicar la austeridad como rasgo distintivo del nuevo gobierno, así como las expresiones de combate a la corrupción, que ya han dado lugar al inicio de varios procesos judiciales.
Por último, hay una luz menos evidente pero que es justo destacar: la politización de la opinión pública nacional que, aunque entraña riesgos como la confrontación, interpretamos como una novedad positiva para la democracia, pues hoy los asuntos públicos se ventilan y se discuten como no sucedía al menos desde el año 2000.
Sombras
En materia de derechos humanos, el gobierno ha acumulado, a apenas un año de gestión, una enorme deuda. La creación de la Guardia Nacional y su elevación a rango constitucional fueron un mal inicio y un grave augurio. Apuntaron a una estrategia de seguridad mucho más cercana a la militarización y a la mano dura que al desarrollo de capacidades de cuerpos civiles, a la consolidación de procedimientos judiciales democráticos y desde luego al espíritu de los derechos humanos.
Los datos oficiales en materia de seguridad no contribuyen a generar expectativas de una pronta mejoría, aunque es de reconocer que ha habido avances en el registro y publicación de información, así como en la metodología con la cual se le captura. El artero asesinato de nueve integrantes de la familia LeBarón, acaso el primer ataque perpetrado exclusivamente contra mujeres y niños, es una muy amarga dosis de realidad frente a la retórica del gobierno, empeñado en relativizar las dimensiones de un problema que cada día multiplica el número de sus víctimas. Los familiares de estas víctimas salieron a marchar la semana pasada para exigir verdad, justicia y dignidad, reivindicaciones que no han encontrado eco en una política de seguridad basada en una estrategia semimilitarizada, representada por la Guardia Nacional. En esta misma línea de preocupaciones habría que inscribir las evidencias de una política migratoria mucho más cercana a la criminalización que a la protección y al trato digno a los miles de personas que huyen de la pobreza y la violencia imperantes en sus lugares de origen.
La decisión de emprender proyectos de infraestructura que ayuden a detonar el desarrollo de regiones del país y con ello establecer condiciones para el bienestar de amplios sectores de la población, se ha visto empañada por la premura que ha impedido la realización de procedimientos adecuados de consulta y consentimiento previo, libre e informado a quienes podrían ser al mismo tiempo beneficiarios y afectados. Al no hacerlo, se repiten prácticas del pasado caracterizadas por el atropello de los deseos y derechos de quienes construyen y habitan los territorios, especialmente los pueblos originarios. Quizá haya buenas intenciones, pero el debilitamiento de las estructuras comunitarias profundiza los impactos del modelo extractivista y la presencia de grupos violentos que codician el control territorial.
Por otra parte, extraña que, a pesar de la retórica antineoliberal, haya resistencias en el gobierno federal a plantear una reforma fiscal, que consolide la apuesta redistributiva expresada en los programas dedicados al desarrollo social. Algunas medidas anunciadas ayudan –como la devolución de los recursos apropiados mediante corrupción–, pero no pueden sostener por sí solas las políticas; del mismo modo, no basta combatir la evasión fiscal y prohibir la condonación de impuestos. Es necesaria una verdadera reforma tributaria progresiva y un ejercicio eficiente, transparente y responsable del gasto público.
Por último, inquietan las muestras reiteradas de que el presidente López Obrador no está convencido de la importancia de las instituciones autónomas y que pareciera tener interés en limitar su independencia, sea mediante el envío de ternas con personajes leales y que en algunos casos muestran evidentes carencias técnicas para el cumplimiento de sus cargos, sea mediante la limitación presupuestaria, como ha ocurrido con instituciones como el INAI o el INE. De este modo, el presidente da visos de querer minar los frenos y contrapesos al poder del Ejecutivo. En esta dimensión, destaca el desafortunado proceso lleno de irregularidades que condujo a la designación de la actual titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
A un año del inicio del nuevo gobierno, se advierte un claro desequilibrio en el escenario político y social de nuestro país, con una fuerte figura presidencial, que ha ocupado los numerosos vacíos que le heredaron los gobiernos precedentes, en contraste con una oposición que no ha logrado articular sus demandas. Lamentablemente, lo mismo se puede decir de la debilidad de las voces disidentes y de las fuerzas locales, frente a las corrientes políticamente hegemónicas pero también frente a la maquinaria avasallante de los proyectos extractivistas. Es preciso hallar canales de expresión y comunicación que permitan enmendar más y mejor la penosa situación de las mayorías en nuestro país.
Oportunidades
En la actual coyuntura nacional, las universidades jesuitas nos proponemos las siguientes tareas prioritarias: investigar, difundir y enseñar con pertinencia social; ejercer la crítica y facilitar la mediación social.
Desde la tradición jesuita, criticar implica analizar lo dado, pero no respecto de su pasado, sino en relación con sus posibilidades futuras. En este sentido, el jesuita Ignacio Ellacuría hablaba de “la necesidad de separarse críticamente de una concreta realidad para verla, medirla y criticarla desde sus alternativas históricas, desde sus posibilidades reales”. Hoy en nuestro país todavía está por consolidarse una crítica como la que esbozaba Ellacuría, capaz de iluminar el presente desde lo que podría ser. Lo que aún predomina es la diatriba basada en prejuicios, dirigida a la destrucción retórica del otro, de la cual difícilmente pueden derivarse líneas de acción orientadas al bienestar de todos, pero en especial de los sectores tradicionalmente excluidos.
En las universidades jesuitas no creemos en la docencia y la investigación descontextualizadas y mucho menos en la neutralidad de estas prácticas. Creemos en un conocimiento contextualizado y socialmente pertinente, que surja del compromiso con quienes viven el dolor y el sufrimiento. Así, desde nuestra misión transformadora, la realidad mexicana nos obliga a acompañar los esfuerzos encaminados a garantizar condiciones de dignidad para las mayorías excluidas, pero también a criticar en aquellos casos en que no suceda así.
Por eso, ante una realidad configurada por procesos complejos e interconectados, no podemos menos que expresar nuestra preocupación por la desconfianza mostrada por el presidente hacia las instituciones académicas y reiteramos nuestro rechazo a ser meros reproductores de conocimientos supuestamente neutrales que terminan por fortalecer a los actores dominantes.
La situación nacional actual constituye una oportunidad para que las universidades jesuitas contribuyan a generar un conocimiento integrado capaz de plantearse preguntas sobre nuestros problemas y dolencias, que no son –por cierto– sólo de la especie humana sino del planeta en su conjunto. Un conocimiento que, por estar arraigado en la realidad, ofrece criterios éticos y de discernimiento en la búsqueda colectiva de situaciones dignas. Un conocimiento construido con otras y otros, desde la honesta aceptación de nuestra fragilidad y contingencia.
Por lo anterior, y especialmente porque estamos en un momento cargado de tensiones sociales y políticas, agravadas por altos índices de violencia –no sólo delictiva–, nos sentimos llamados a la mediación social, a construir puentes entre los diferentes, con caminos de ida y vuelta, que superen la esterilidad monológica y sienten las bases para la construcción compartida de la paz.
Riesgos
No somos ingenuos: vislumbramos riesgos considerables para llevar a cabo nuestras tareas de docencia, investigación y vinculación. Primero, el Sistema Universitario Jesuita ha elegido como uno de sus campos principales de incidencia social los derechos humanos y en los últimos años ha intensificado esta apuesta. En contraste, como ya se ha dicho, los derechos humanos son uno de los ámbitos en lo que esta administración más ha quedado a deber. Aun cuando este hecho es, de suyo, razón para incrementar nuestros esfuerzos en favor del respeto y la promoción de estos derechos, vemos como un riesgo las señales que ha dado el gobierno en este ámbito.
En el marco de nuestras tareas de mediación social, notamos con pesar y preocupación la polarización de ambos lados del espectro ideológico, particularmente la normalización de la descalificación como modo privilegiado de interacción. Nuestras universidades –y en ello radica la mayor parte de su riqueza– son comunidades libres y diversas, donde conviven hombres y mujeres de todas las clases sociales, preferencias políticas, orientaciones sexuales, posiciones ideológicas, cuya posibilidad misma de encuentro y diálogo –fundamental para una educación transformadora, que es como nosotros entendemos el proceso educativo–
se puede ver comprometida por la polarización.
Con motivo del cumplimiento del primer año de gobierno, el presidente pidió a los mexicanos un año más para comenzar a advertir los resultados de su gestión. Somos conscientes de que estamos frente a problemas añejos y profundos que no resulta fácil desmontar y cuya resolución demanda acciones sostenidas a mediano y largo plazos. Sin embargo, consideramos que este segundo año será fundamental para que el nuevo gobierno termine de decantarse en favor de estrategias que ayuden a la pacificación de México mediante la contención de la violencia y la reconstrucción de los tejidos sociales. También será un año fundamental para el diseño de una agenda de estado democrático de derecho que fortalezca nuestras instituciones y les permita garantizar eficazmente la verdad y la justicia. Además, será crucial para que se reactive el indispensable crecimiento económico que brinde mejores bases para la necesaria redistribución del ingreso y para que se consolide una política de gasto que no paralice la marcha de la administración pública, sino que fortalezca el ejercicio de derechos sociales básicos, como la salud y la educación. Por último, esperamos que este segundo año sea también una oportunidad de redefinir la política energética de México, hasta hoy excesivamente centrada en la explotación de combustibles fósiles, en favor de una agenda que se haga cargo de la crisis socioambiental que enfrenta nuestro planeta y reencauce el rumbo del desarrollo de nuestro país.
Luis Arriaga Valenzuela S.J es rector del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.
Mario Patrón Sánchez es Rector de la Universidad Iberoamericana de Puebla
Este ensayo se publicó el 2 de febrero de 2020 en la edición 2257 de la revista Proceso