Tráfico ilícito de bienes culturales: La arquitectura del mercado de arte
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Uno de los casos emblemáticos del pillaje de bienes culturales mexicanos es el relativo al frontispicio maya de Placeres. Esta fachada correspondía a un templo o palacio del sitio arqueológico del mismo nombre, que se ubica en el estado de Campeche, 56 kilómetros al sureste de Calakmul. Placeres fue visitado inicialmente por el mayista Sylvanus Morley en la década de los treinta del siglo XX.
Depredadores del patrimonio cultural mexicano que operaban en Campeche descubrieron el magnífico friso, pintado en estuco y decorado con el rostro de un joven soberano que portaba un penacho, propio de los monarcas; existen sin embargo otras versiones en la literatura especializada que le confieren a esta imagen el significado de dios del maíz. Al parecer el frontispicio había sido cuidadosamente sepultado en el ritual de la destrucción de un monumento importante (David Freidel).
Los saqueadores dieron cuenta del hallazgo a Everett Rassiga, un comerciante de arte neoyorquino que se interesó en la compra y proveyó el financiamiento para la sustracción. En principio Rassiga ofreció la pieza a Josué Sáenz, muy conocido en el mercado del arte por su afición a los objetos precolombinos y por pagar hasta el doble del precio en el que se cotizaban en el mercado negro.
Si bien Sáenz se interesó en la compra, Rassiga consideró que podía obtener un mejor precio en su plaza. Con ese propósito la fachada de Placeres fue seccionada y protegida con placas de yeso, y para su transporte se habilitó una pista de aterrizaje clandestina en Campeche. El friso fue llevado a Mérida, de ahí a Nueva Orleans y posteriormente a Nueva York (Donna Yates).
El arribo a esa ciudad del gran frontispicio maya coincidió con los preparativos de una exhibición magna en el Museo Metropolitano de Nueva York (Met), intitulada Before Cortes; Sculpture of Middle America (septiembre-enero de 1971). Rassiga intentó capitalizar este evento y ofreció la pieza a Thomas Pearsall Field Hoving (1931-2009), director de ese recinto, quien consultó al respecto a Joseph Veach Noble, vicedirector de operaciones del Met. Después de una inspección ocular de la fachada, Hoving se negó a comprarla.
Más aún, el director del Met convocó en Nueva York a Ignacio Bernal, en la época director del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), quien identificó el friso. Para preservar el secretismo al que estaba obligado por la naturaleza del caso, Hoving introdujo furtivamente en uno de los bolsillos de Bernal el nombre de Rassiga.
Bernal fue categórico con el traficante de objetos arqueológicos: o restituía la fachada maya o se le confiscaría una propiedad que tenía en Cuernavaca, Morelos. Rassiga optó por lo primero y el frontispicio fue restituido a México; actualmente se exhibe en la sala maya del Museo Nacional de Antropología e Historia.
El pillaje de este tipo pone en relieve los desmesurados estragos que provoca el tráfico ilícito; uno de ellos es la pérdida de elementos iconográficos que impide la comprensión del monumento, además de la pérdida irreparable de información. Por sólo mencionar una referencia: el origen de esta fachada no pudo ser determinado hasta 2015.
El mayista estadunidense David Freidel logró rescatar copias de las fotografías que se tomaron cuando la rapiña estaba en curso: las imágenes exhiben la majestuosidad del monumento. Sin ese material hubiera sido imposible reconstruir el entorno de la pieza ni determinar que la fachada albergaba una segunda máscara real monumental y con ello comprender su significado histórico y cosmogónico (Donna Yates).
La noción de proveniencia
La alusión al caso descrito sería estéril si en forma simultánea no se discurriera sobre las reglas conforme a las cuales opera el mercado de arte.
No fue sino hasta épocas recientes cuando la Organización de las Naciones Unidas, por medio de su Consejo de Seguridad (CS), la UNESCO y la literatura especializada diseccionaron la operatividad de ese mercado. Sin estas resoluciones y sus análisis, las convenciones internacionales y las legislaciones internas serían totalmente ineficaces.
La estructura del mercado de arte es un paisaje con diversas perspectivas éticas, científicas, jurídicas, económicas y humanísticas que conciernen a la propiedad y a la transferencia del legado cultural. El comercio de antigüedades es un ensamblaje de artilugios de corte institucional y social a través de los cuales ese tipo de bienes, específicamente los arqueológicos, se valúan y se comercializan.
En este contexto la concepción de mercado como un espacio neutral de intercambio es desplazada por una que comporta prácticas sociales y culturales en las cuales los documentos de proveniencia cobran una importancia singular, pues proveen de significado al material comercial de los mercaderes. Este eslabón es el que vincula el mercado de antigüedades con los sitios arqueológicos (Fiona Greenland).
El término proveniencia conlleva un significado polémico: alude a la historia de la obra de arte desde que es manufacturada por su creador, lo que la provee de autenticidad y legalidad. Estas dos nociones son esenciales para el funcionamiento del mercado del arte, así como para codificar de manera rigurosa las notas distintivas de cada bien cultural.
En cuanto a los bienes arqueológicos, debe puntualizarse que el énfasis no se halla tanto en su creador, sino en la cronología de la pieza tras su remoción del sitio arqueológico. De ahí que al documento de proveniencia se le hayan atribuido dos significados distintos: el primero remite a la biografía del objeto, que permite precisar su ubicación específica; el segundo versa en torno de la propiedad detentada respecto del bien, la cual se origina en la fecha de su descubrimiento (Patty Gerstenblith).
La proveniencia apócrifa de los objetos arqueológicos tiene como propósito dotarlos de una presunción de legalidad que resulte aceptable para el mercado de arte y las colecciones de museos; además facilita el transporte, la importación y la comercialización de las piezas.
Sobre este último aspecto, el caso del comerciante de arte estadunidense Frederick Schultz es revelador: él y su cómplice británico Tokeley-Parry adquirieron del intermediario egipcio All Farag la cabeza de Amenhotep III, el faraón más poderoso de la decimoctava dinastía. Con el fin de revestir de legalidad la operación falsificaron catálogos de las primeras dos décadas del siglo XX que atribuyeron a una imaginaria colección del británico Thomas Alcock.
Schultz fue condenado a prisión por la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito en una de las más célebres resoluciones de este género en los Estados Unidos (United States v. Frederick Schultz, 333 F.3d 393, 2d. Cir. 2003). La cabeza de Amenhotep III era incuestionablemente auténtica, pero se le proveyó de documentación apócrifa.
En la última década, con base en una orden judicial, el gobierno estadunidense requisó 3 mil 450 tabletas cuneiformes a Hobby Lobby Corporation, empresa que fue hallada culpable de alterar documentos de importación. Las piezas habían sido introducidas a ese país como si se tratara de objetos de cerámica provenientes de Turquía e Israel, y por consiguiente se les tasó con un valor residual. Sin embargo, estos bienes arqueológicos venían de Irak y su valor sobrepasaba los 3 millones de dólares (US. V. Aprox. 450 Cuneiform Tablets et al. CV17-3980. EDNY 2016).
Son numerosos los precedentes de este tipo que revelan la proliferación de documentos apócrifos, lo que obliga a los adquirentes a observar una mayor diligencia al momento de consumar la venta.
La Convención de la UNESCO de 1970
En 1970 se aprobó en la UNESCO la Convención sobre las Medidas que Deben Adoptarse para Prohibir e Impedir la Importación, la Exportación y la Transferencia de Bienes Culturales; entre estas disposiciones destaca la exigencia de contar con un certificado de exportación, conocido como Estándar UNESCO 1970.
La fecha de 1970 empero dista mucho de ser un referente de certeza para calificar el documento de proveniencia, sin soslayar la enorme variedad de interpretaciones, hasta contradictorias, sobre el Estándar UNESCO 70. Para visualizar su complejidad debe recurrirse a los criterios desarrollados por el Registro de Nuevas Adquisiciones de Material Arqueológico y de Antigüedades que administra la Asociación de Directores de Museos de los Estados Unidos. Esta institución, junto con la Alianza de Museos Americanos, es una de las que tienen mayor peso específico en el ámbito universal que adoptaron el Estándar 1970, aunque no lo hicieron sino hasta 2008.
En un estudio, Patty Gerstenblith, una de las líderes estadunidenses en la materia, concluyó que en los documentos de proveniencia de los mil 68 objetos inscritos en este registro no había evidencias que probaran, en 50% de éstos, una antigüedad anterior a 2008. Hasta ahora, dice Gerstenblith, siguen persistiendo dudas en cuanto a la certeza respecto de la procedencia, lo que llevó a la experta a la conclusión de que existe un problema metodológico en los estándares de evidencia de los documentos de procedencia.
En 2017 el Met compró por cerca de 4 millones de dólares un sarcófago dorado atribuido a Nedjemankh, un alto prelado del antiguo Egipto. El vendedor fue el comerciante de arte francés Christopher Kunicki, quien se encontraba en Nueva York con motivo de una exposición. Kunicki le entregó al Met un certificado de exportación egipcio apócrifo datado en 1971. No obstante, la pieza había sido sustraída de Egipto en 2011.
En la misma forma se documentó la proveniencia de la cabeza de Antinoos, un efebo reputado por su hermosura que fue el predilecto del emperador romano Adriano y su amante –el joven fue estelarizado en la novela Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. La cabeza fue adquirida por el Met en 2010 y su fecha cierta es verificable hasta el año 1984.
Otro precedente sugestivo corresponde a los Kylix (cálices) de plata dorada que fueron donados por Mary y Michael Jaharis en honor de Thomas P. Campbell en 2005 y cuyo documento de referencia se detiene en 2001 (Patty Gerstenblitt). Estos cálices representan al héroe Bellerphon montado en el Pegaso y entablando una lucha contra la Quimera, criatura mítica con cuerpo de cabra, cola de serpiente o dragón y cabeza de león. Las piezas corresponden al arte griego del siglo VIII a.C; de ahí su inestimable valor.
Epílogo
Las resoluciones adoptadas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (la 1267 de octubre de 1999, la 1989 de junio de 2011 y la 2253 de diciembre de 2015) y su Equipo de Monitoreo de Sanciones y Apoyo Analítico demuestran claramente la importancia financiera que el tráfico ilícito de bienes culturales tiene para el Estado Islámico y las organizaciones criminales.
La pregunta básica consiste en determinar si las condiciones actuales son propicias para redactar un texto internacional sobre el documento de proveniencia que le dé certidumbre al mercado de arte. Las variables que convergen en ello son múltiples y vienen de diferentes sistemas de legalidad, de modo que una tarea de esta naturaleza sería bastante compleja. Sin embargo, el incremento del mercado negro de arte, del que grupos terroristas y organizaciones criminales obtienen fuentes de financiamiento, exige de la comunidad internacional este esfuerzo.
Uno de los puntos relevantes es que la mayoría de la documentación de proveniencia emerge con mucha posterioridad en el mercado de arte, y en general eso ocurre por azar.
Las posiciones que se expresan al momento de redactar un instrumento de esta naturaleza son excluyentes: por una parte, la ideología de los llamados museos universales (que puede ser constatada en la Declaración sobre la Importancia y Valor de los Museos Universales de 2004) destaca como función de éstos la comprensión de las civilizaciones, a las que provee de dignidad y respeto; por la otra está la postura de algunas naciones de origen que ven en la exhibición meros objetos inertes –pertenecientes a colecciones de la época colonial– resultantes de una violenta apropiación y de una indebida atribución de su propiedad.
Existen no obstante indicios de una conciliación de ambas posturas, al acceder los coleccionistas y los museos a restituir los bienes culturales en función de las circunstancias históricas y legales de su adquisición.
Este ensayo se publicó el 17 de noviembre de 2019 en la edición 2246 de la revista Proceso