Narcos-México: La hegemonía estadunidense en la industria cultural mexicana
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El estreno el pasado 16 de noviembre de la nueva temporada de la serie Narcos: México, producida por Netflix, replantea para los públicos estadunidense y mexicano una pregunta central: ¿cómo comenzó la brutal oleada de violencia que se atribuye a los cárteles del narcotráfico en México?
La serie responde narrando el supuesto inicio de la “guerra contra las drogas”, cuando los traficantes sinaloenses Miguel Ángel Félix Gallardo, Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, junto a la oligarquía político-empresarial del país, organizaron un “imperio” criminal durante la década de 1980 que, entre otras cosas, terminó por secuestrar, torturar y asesinar al agente de la Drug Enforcement Agency (DEA) Enrique Kiki Camarena. Pero en el contexto de la transición política con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el fenómeno cultural que suscita Narcos: México es sintomático de la persistente narrativa hegemónica sobre el tráfico de drogas que ha justificado la militarización de nuestro país con resultados catastróficos: más de 250 mil asesinatos y más de 30 mil desapariciones forzadas en los últimos 10 años.
Esa misma narrativa reaparece en películas, novelas, música, arte conceptual y, por supuesto, en series televisivas, como Narcos, y ha manufacturado un consenso colectivo que moldea la opinión pública para la aceptación de la estrategia antidrogas que del sexenio de Felipe Calderón a la fecha ha garantizado que las Fuerzas Armadas sigan encargadas de la seguridad nacional en México. Esa militarización es resultado de la hegemonía estadunidense que ha permeado en los campos de producción cultural en México e imposibilita, hasta ahora, una verdadera independencia intelectual de nuestra clase creadora.
La muerte de “Kiki” Camarena
El 7 de febrero de 1985 Enrique Camarena, un agente de la DEA de 37 años con experiencia en la Marina y como policía antinarcóticos, fue secuestrado –no sin cierta ironía para el contexto político actual– al salir del consulado de Estados Unidos en la ciudad de Guadalajara. Murió luego de dos días de tortura, aunque su cadáver no fue encontrado hasta el 5 de marzo siguiente.
La versión oficial y numerosas investigaciones periodísticas y académicas explican el asesinato de Camarena como la venganza del traficante Rafael Caro Quintero por el decomiso en noviembre de 1984 de entre 5 y 10 mil toneladas de mariguana sin semilla en sembradíos del rancho El Búfalo, en el estado de Chihuahua, donde alrededor de 7 mil campesinos procesaban la droga.
Esta interpretación se estableció desde el primer libro sobre el asesinato de Camarena: la investigación periodística Desperados (1988), de la estadunidense Elaine Shannon. “Presiona a los traficantes y te matan”, escribe Shannon. “No los presiones y adquieren tanto poder y temeridad que te matan”. La opinión de la DEA no sólo prevalece en ese libro, sino que conduce la lógica de su reflexión; incluso concluye que la corrupción oficial en México “es total”. El punto ciego del trabajo de Shannon, como en la mayoría del periodismo sobre el tema, es la mediación de las agencias estadunidenses que monopolizan la información sobre el poder de los traficantes. Sin mayor escrutinio, periodistas y académicos aceptan datos inverificables que lejos de explicar el fenómeno del tráfico de drogas más bien imponen la versión oficial al respecto.
Dos libros ejemplifican este problema: La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México (2001), del académico Sergio Aguayo Quezada, y Buendía. El primer asesinato de la narcopolítica en México (2012), del periodista Miguel Ángel Granados Chapa. Reproduciendo la versión oficial estadunidense, ambos atribuyen el asesinato de Camarena a Caro Quintero y los demás traficantes de Guadalajara, subrayando el desmedido poder de los “cárteles de la droga”.
La mirada estadunidense
Esta es, desde luego, la visión de Narcos: México. Narrada por un agente de la DEA, la serie aborda la historia de los traficantes mexicanos con una mirada estadunidense que presenta el fenómeno del narcotráfico como un problema exclusivamente doméstico en México. Aunque el ascenso de Miguel Ángel Félix Gallardo (interpretado por Diego Luna), Ernesto Fonseca Carrillo (Joaquín Cosío) y Rafael Caro Quintero (Tenoch Huerta) comienza en complicidad con la Dirección Federal de Seguridad –DFS, la represora policía política del PRI–, los narcos mexicanos pronto se independizan para construir desde la ciudad de Guadalajara una red de tráfico de mariguana y cocaína que se ordenó en “plazas” en las principales ciudades del norte del país, como Tijuana y Ciudad Juárez.
El agente mexicano-estadunidense Enrique Camarena, recién asignado a la oficina de la DEA en Guadalajara, consigue asestar un golpe a la organización de traficantes con el decomiso de la mariguana en el rancho El Búfalo. Camarena y los otros agentes de la DEA también obtienen información incriminatoria por medio de una operación de espionaje telefónico de las oficinas de Félix Gallardo.
Según la serie, son los socios de los “narcos” provenientes de la clase político-empresarial quienes planean el secuestro de Camarena para determinar qué evidencia había obtenido la DEA. Temeroso de su propio futuro, sin embargo, Gallardo ordena continuar con la tortura de Camarena que culmina con la muerte del agente.
El equipo de producción de la serie explica en parte su fidelidad con el discurso hegemónico que imagina a los traficantes latinoamericanos como amenazas para la seguridad nacional. Narcos: México fue producida, entre otros, por José Padilha, director de una de las más violentas apologías del securitarismo antidrogas en el cine brasileño: la película Tropa de élite (2007). Esa cinta, que relata la épica asesina de las fuerzas especiales del gobierno brasileño en las favelas de Río de Janeiro, fue protagonizada por el actor brasileño Wagner Moura, quien interpretó también al traficante colombiano Pablo Escobar en las temporadas anteriores de Narcos. Es así como los cuerpos mismos de los actores se convierten en habituales significantes del “narco”: antes que encarnar al traficante Ernesto Fonseca Carrillo, por ejemplo, el actor Joaquín Cosío interpretó al violento matón Cochiloco en la exitosa película El infierno (2010) de Luis Estrada y junto al actor Damián Alcázar, quien dio vida al traficante colombiano Gilberto Rodríguez Orejuela para la tercera temporada de Narcos.
Sesgos y omisiones
Con un tono propio de los discursos fascistas, el narrador de Narcos: México advierte: “Los traficantes son como cucarachas. Puedes envenenarlos, pisotearlos, carajo, puedes quemarlos. Pero siempre regresan. Usualmente más fuertes que nunca”. El llamado “efecto cucaracha” es un concepto acuñado por el politólogo estadunidense Bruce Bagley que deshumaniza a los traficantes y los resignifica como una peste que se extiende por Latinoamérica y que debe erradicarse con estrategia militar. En su libro Less Than Human (Menos que humano), el filósofo David Livingstone localiza esta práctica en los gobiernos genocidas que denigran a sectores de la sociedad para facilitar su exterminio, como fue el caso de los nazis alemanes que llamaban “ratas” a los judíos; o los hutus de Ruanda, quienes describían a los tutsis, precisamente, como “cucarachas”. Así, la serie parece afirmar que los traficantes, los campesinos pobres que producen la droga y la clase político-empresarial del país son las “cucarachas” que la DEA y el poder militar estadunidense deben combatir en nombre de su seguridad nacional.
Por el contrario, el amigable y transparente rostro del actor Michael Peña, en el papel de Camarena, nos comunica la valentía y temeridad de un agente estadunidense dispuesto a todo para detener la maldad y corrupción en México. En una entrevista con Carmen Aristegui, el actor Diego Luna afirma que la serie no divide a México entre buenos y malos, sino que muestra “un negocio del cual participaron todos”. Pero la serie sí discrimina entre estadunidenses buenos y mexicanos malos incluso rozando la xenofobia y el racismo. En el último capítulo de la temporada, el narrador se revela como el líder de un grupo de agentes de la DEA –todos hombres blancos– amasando un arsenal de contrabando para comenzar una “guerra” contra los narcos mexicanos, en territorio mexicano, para vengar la muerte de Camarena: “ahora es nuestro turno”, anuncia el narrador.
Resulta todavía más significativo examinar lo que la serie deliberadamente omite. Desde la década de 1990, reconocidos periodistas y académicos en México y Estados Unidos han denunciado la influencia de la CIA y el gobierno federal estadunidense en la planeación, tortura y asesinato de Camarena. Con la “Operación Leyenda”, una investigación sobre el crimen ordenada por la propia DEA, se ha establecido, contrario a la opinión más generalizada y reproducida en Narcos: México, que Camarena no fue asesinado en venganza por los decomisos de mariguana en el rancho El Búfalo. De hecho, ni Camarena ni la oficina de la DEA en Guadalajara contribuyeron con información que llevara a ese operativo.
Los testigos del crimen
El jefe de esa operación, Héctor Berrellez, y del exdirector de la DEA en El Paso, Texas, Phil Jordan, declararon en octubre de 2013 a la revista Proceso y la cadena estadunidense de noticias Fox News que Camarena fue asesinado por órdenes de agentes y contratistas de la CIA apoyados por los traficantes mexicanos en el contexto del combate al comunismo en Latinoamérica durante los últimos años de la Guerra Fría. Pero los vínculos de la CIA con los traficantes mexicanos para financiar la contraguerrilla en Centroamérica fueron señalados desde 1992 por los investigadores Peter Dale Scott y Jonathan Marshall en su libro Cocaine Politics. Los autores recuerdan que si bien la DFS “centralizó y racionalizó (las) operaciones” de los traficantes mexicanos, que además portaban identificaciones oficiales de la agencia, la CIA les brindaba la protección internacional necesaria hasta llegar a sabotear los avances de la DEA en México cuando entorpecían operaciones encubiertas. Mientras que el Congreso estadunidense había suspendido su respaldo al presidente Reagan en su cruzada anticomunista, el llamado “jefe” del cártel de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo, contribuyó con dinero y armas para los Contras en Nicaragua, mientras que Caro Quintero incluso prestó un rancho donde la CIA entrenaba a los guerrilleros. La revista Newsweek publicó en 1985 que el “jefe de jefes de la industria de la cocaína en México” no era Félix Gallardo, como afirma Narcos: México, sino Juan Ramón Matta Ballesteros, un traficante hondureño dueño de la aerolínea SETCO, que transportaba dinero, armas y droga para la guerrilla en Nicaragua entre 1983 y 1985, todo con conocimiento y aquiescencia de la CIA. Esto fue corroborado en una investigación ordenada por el Congreso estadunidense que encabezó el entonces senador John Kerry. Allí se establece el involucramiento de traficantes en los operativos estadunidenses para financiar la contrainsurgencia en Nicaragua. Incluso se expidieron pagos directamente desde el Departamento de Estado a varios de esos traficantes aun cuando ya habían sido procesados judicialmente. En la serie, no obstante, Félix Gallardo transporta armas a Nicaragua sólo una vez, y sin mayores explicaciones, su encuentro con quien parece ser un agente de la CIA no se repite. Y aunque Berrellez y Jordan sostienen que uno de los pilotos estadunidenses empleados por la CIA fue quien sacó a Caro Quintero de México hacia Costa Rica, en la serie sólo están las autoridades mexicanas que lo dejan huir ante la frustrada presencia de Camarena y los agentes de la DEA.
El verdadero móvil del crimen de Camarena, según las declaraciones de Berrellez y Jordan, fue porque trastocó los intereses de la política anticomunista estadunidense al socavar las operaciones de los traficantes mexicanos que colaboraban con la guerrilla. Diferentes testigos afirman que en la casa donde fue torturado el agente de la DEA estuvieron los funcionarios mexicanos Manuel Bartlett Díaz, entonces secretario de Gobernación; el general Juan Arévalo Gardoqui, secretario de Defensa, y Miguel Aldana, jefe de la Interpol en México; pero también el hondureño Matta Ballesteros y el cubano-americano Félix Ismael El Gato Rodríguez, coronel del ejército estadunidense y agente de la CIA que participó en la invasión de Bahía de Cochinos y en la ejecución del revolucionario Ernesto Che Guevara en Bolivia.
En la serie, Matta Ballesteros aparece en varios episodios, pero no se habla de su relación con la CIA. El nombre del coronel Félix Rodríguez ni siquiera se pronuncia. Y aunque en la serie el calculador Félix Gallardo decide la suerte de Camarena, de acuerdo con el testimonio de otro agente de la CIA (que también operaba en la DFS), los traficantes mexicanos ni siquiera comprendían del todo la situación en la que se encontraban. Mientras que Fonseca Carrillo tenía la certeza de que sólo interrogarían a Camarena pero no lo matarían. La investigación de la DEA reveló que Caro Quintero fue manipulado para creer que Camarena lo había traicionado con sus investigaciones aun después de haber aceptado un soborno de 4 millones de dólares que en realidad fue interceptado por la Policía Judicial Federal mexicana. Según Berrellez, los operadores de la CIA grabaron las sesiones de interrogación y tortura de Camarena; en Narcos: México esas grabaciones son hechas por los traficantes mexicanos y en lugar de incriminar a la CIA sólo mencionan a políticos y empresarios mexicanos involucrados en el narcotráfico. Al concluir la temporada, Narcos se negó a explorar la paradoja que supone la detención y encarcelamiento de los traficantes mexicanos a pesar del corrupto sistema político mexicano, mientras que el entonces presidente George W. Bush indultó en 1992 a casi todos los militares involucrados en el escándalo Irán-Contra.
Las “licencias narrativas”
Más allá del crimen, Narcos: México ignoró el hecho de que el escándalo político del caso Camarena favoreció a la hegemonía estadunidense en México. Como anota el politólogo Arturo Santa Cruz, el gobierno estadunidense aprovechó el evento para generar un cambio de paradigma en torno al supuesto combate a las drogas. Presionado por el escándalo binacional, el presidente Miguel de la Madrid ordenó el cierre de la DFS el 29 de noviembre 1985, nueve meses después del secuestro de Camarena. En 1986 el Congreso estadunidense aprobó una punitiva Ley Antidrogas que acompañó al polémico proceso de “certificación” anual que desde entonces evalúa la política antidrogas de los países latinoamericanos. Luego, en abril de ese mismo año, el presidente Ronald Reagan firmó la Directiva de Seguridad Nacional 221, que designó al narcotráfico, por primera vez en su historia, como una amenaza para la seguridad nacional. “La implicación era clara”, advierte Santa Cruz, “México, como la fuente de los narcóticos, se convirtió en una amenaza de la seguridad nacional de Estados Unidos”. Este nuevo paradigma ya no recurriría a los traficantes mexicanos como operadores encubiertos de la política exterior estadunidense, sino que los convertiría en el nuevo enemigo de la racionalidad securitaria en la era neoliberal. Así se justifica desde entonces la estrategia de militarización que en México ha detonado ocho veces más asesinatos que durante las dictadoras militares de Argentina y Chile juntas.
Se me refutará que las acusaciones sobre el involucramiento de la CIA en el asesinato de Camarena no han sido comprobadas más allá de los dichos de testigos y exagentes de la DEA, pero Narcos: México no vacila en utilizar información decididamente falsa como la supuesta participación de Camarena en los decomisos de droga en el rancho El Búfalo, o incluso fantasías machistas que colindan con la misoginia, como el voluptuoso personaje ficticio de Isabella Bautista (Teresa Ruiz) que remite a La Reina del Sur, la inverosímil traficante imaginada por el novelista español Arturo Pérez-Reverte.
De ese modo, las licencias narrativas sólo sirven en la serie para acentuar la degradación política y social en México, pero nunca para acusar la perniciosa presencia de la CIA en México. Se me señalará luego que la información que cito no está al alcance de un público no especializado, pero una rápida búsqueda en Google recordará que incluso Fox News, la cadena más conservadora y reaccionaria de Estados Unidos, se atrevió a informar sobre la probable responsabilidad de la CIA en el caso Camarena hace más de cinco años. Se me dirá, finalmente, que esta es una entre tantas series cuyo objetivo primordial es el entretenimiento. Pero Narcos: México es uno de los objetos culturales sobre el tráfico de drogas más visibles en el mundo gracias al éxito de Netflix, que a la fecha cuenta con más de 130 millones de suscriptores que generan 14.9 mil millones de dólares anuales. La empresa ha destinado hasta ahora 18.6 mil millones de dólares para la producción de contenidos, cifra superior a la de productoras de televisión como Disney, HBO y NBC Universal. Un estudio de audiencia de las primeras temporadas de Narcos encontró que tanto el público de Estados Unidos como el de Colombia veían la serie para “obtener información sobre violencia, las investigaciones policiacas y las víctimas”, justificando el uso de violencia explícita “para representar la realidad de lo que realmente ocurrió”.
La mentalidad colonialista
En su célebre libro Los condenados de la tierra, el filósofo Frantz Fanon explica que, ante la falta de una industria propia, la clase burguesa colonizada de Latinoamérica funciona como el agente mediador de los poderes coloniales, permitiendo el saqueo de sus recursos naturales y la explotación generalizada de su población. El intelectual local puede contribuir a la causa descolonizadora, indica Fanon, cuando comienza “produciendo trabajo con el opresor en su mente… pero gradualmente cambia para dirigirse a su pueblo”. Este proceso de independencia intelectual está aún lejos de producirse en el campo de producción cultural mexicano. Sin demeritar el valor de su trabajo, es necesario señalar que incluso actores tan politizados como Diego Luna se prestaron acríticamente para dramatizar una serie que criminaliza, no sin razón, al sistema político mexicano, pero que al mismo tiempo exculpa al gobierno de Estados Unidos de su responsabilidad histórica en el narcotráfico que dice denunciar. Los igualmente politizados cineastas Amat Escalante y Alonso Ruizpalacios –directores de importantes películas como Heli (2013) y Güeros (2014) –dirigieron dos capítulos de Narcos: México cada uno. Con ellos, nuestros mejores actores y directores han colaborado hasta ahora como mediadores del imaginario dominante que desde Estados Unidos narra nuestra historia con la mentalidad del poder imperial que también ha determinado nuestra violenta política de militarización. Como nuestra clase gobernante incapaz de articular una política de gobierno independiente del prohibicionismo y securitarismo estadunidense, nuestra clase intelectual tampoco ha podido imaginar el “narco” por fuera de su discurso de seguridad nacional. Para vencer este impasse, es preciso una voluntad intelectual para pensar críticamente nuestro pasado inmediato sin temor a contradecir la hegemonía dominante. Será el momento en que, como quería Fanon, renunciemos por fin a la mentalidad del opresor y comencemos juntos a narrar nuestra historia entre y para nosotros mismos.
* Oswaldo Zavala es periodista y profesor de literatura y cultura latinoamericana en la City University of New York (CUNY). Su libro más reciente es Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México (Malpaso 2018). Twitter: @oswaldo__zavala.
Este ensayo se publicó el 30 de diciembre de 2018 en la edición 2200 de la revista Proceso.