La política de seguridad de AMLO: Sin "narcos", sin guerra y sin reforma energética
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El repetitivo llamado al combate a la corrupción de Andrés Manuel López Obrador durante su campaña presidencial ha sido hasta ahora reducido a un vago concepto que debería funcionar como el principio rector para reflexionar sus propuestas de gobierno. Sus ideas, por momentos, se expresaron en la imprecisión de la ocurrencia, y en su ambigüedad, como notó el escritor Juan Villoro en un artículo reciente parafraseando a Borges, pareciera que la elección de AMLO se hubiera definido por “el tamaño de la esperanza”.
Pero la definición práctica de la corrupción en las propuestas de AMLO desborda la mera percepción de esperanza del electorado y se vincula directamente a dos temas cruciales para el próximo sexenio: la política de seguridad y la política energética. Según el célebre Diccionario de Política de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, la corrupción debe definirse como el momento en que “un funcionario público es impulsado a actuar de modo distinto a los estándares normativos del sistema para favorecer intereses particulares a cambio de una recompensa”. Y es este “comportamiento ilegal” el que explica la asociación que el proyecto de gobierno de AMLO, en mi opinión, establece entre corrupción, violencia y el expolio de los recursos naturales en México.
En el documento “Equipo de trabajo y agenda” que resume las ideas centrales de su campaña presidencial, se anota que para AMLO la actual crisis de seguridad “es mucho más profunda y grave que un asunto de policías, narcotraficantes y ladrones”, y por ello “ha sido un error reducir la estrategia de seguridad a una correlación de la capacidad de fuego entre los cuerpos policiales y el crimen organizado”. En su discurso de cierre de campaña el miércoles 27 de junio, el propio AMLO fue todavía más lejos: “Por la corrupción también se desató la inseguridad y la violencia”. Siguiendo esta lógica, él observa la corrupción política como la causa original de la oleada de violencia que desde que inició la supuesta “guerra contra el narco” ha producido más de 200 mil asesinatos y 30 mil desapariciones forzadas. En otras palabras, el Estado –y no el “crimen organizado” o los temidos “cárteles de la droga”– es para AMLO la verdadera condición de posibilidad de la violencia.
Recordemos en este punto que hace 12 años el presidente Felipe Calderón justificó la “guerra contra las drogas” como una obligación primordial de su gobierno para garantizar la seguridad de la ciudadanía. Para AMLO, por el contrario, esa guerra, derivada de la corrupción política, ha sido el detonante de la violencia en sí. Entiendo entonces que en su propuesta de gobierno la corrupción produce violencia cuando, retomando el Diccionario de Política, el presidente se comporta ilegalmente actuando de un modo distinto al normativo para satisfacer intereses particulares en demérito del interés público.
En lo que sigue, quisiera examinar lo que sabemos hasta ahora de la política de seguridad nacional de AMLO. Como mostraré, esa política no sólo se alejaría de la violenta estrategia de la “guerra contra las drogas”, sino que iría todavía más lejos: se propondría reconsiderar el papel que juegan las Fuerzas Armadas en lo que debe pensarse como la verdadera guerra que la élite político-empresarial libra actualmente desde el Estado: la disputa por los recursos naturales del país.
Propongo, para estos efectos, hacer ver las conexiones veladas entre dos de los ejes fundamentales de la campaña presidencial de AMLO: por un lado, la pacificación del país cancelando la actual política antidrogas y, por el otro, la revisión de los millonarios contratos y licitaciones por medio de los cuales la clase gobernante ha repartido los territorios del país ricos en hidrocarburos y minerales entre empresas trasnacionales en medio de una profunda corrupción oficial. En su conjunto, sus propuestas advierten un giro radical que potencialmente desarticularía la estrategia de la mal llamada “guerra contra las drogas” como un paso necesario para detener el expolio de los recursos naturales en México.
En primera instancia, como han señalado sus críticos, AMLO aparenta no tener una política antidrogas específica más allá del llamado a una amnistía a los productores y comerciantes de droga más vulnerables del país, es decir, los campesinos que sin otras opciones de movilidad social se dedican a la siembra de amapola y mariguana y los jóvenes empleados en el trasiego y menudeo de drogas que no hayan cometido delitos graves como el homicidio o el secuestro. Este punto, que fue distorsionado tanto por operadores partidistas como por analistas políticos, implica la suspensión de la lógica de guerra y los mecanismos judiciales punitivos que se han ensañado con los sectores marginales de la sociedad sin tocar las redes financieras y políticas que facilitan el lavado de dinero.
Pero en su mismo discurso de cierre de campaña, AMLO retomó una propuesta que deja entrever otros dos temas cruciales para indicar la dirección que tomará su gobierno ante la mal llamada “guerra contra las drogas”:
“La política de seguridad será definida después de nuestro triunfo, después del domingo (1 de julio), porque primero vamos a convocar a familiares de víctimas, a personalidades religiosas, a defensores de derechos humanos, a representantes de la ONU y de organizaciones sociales, así como especialistas, para analizar todas las opciones, todas las alternativas convenientes para lograr la pacificación del país.”
Notemos cómo en este colectivo que AMLO considera no están incluidos asesores militares ni funcionarios de seguridad pública. Por el contrario, el perfil de los convocados sugiere la integración de una plataforma civil diseñada para contener e incluso suspender el despliegue de las Fuerzas Armadas en las múltiples regiones del país donde supuestamente se combate al “narco”. Pero observemos también que la pacificación que busca AMLO no se enfoca ya en el combate de las bandas criminales. Siguiendo su propuesta, la paz surgiría precisamente de “alternativas convenientes” que correctamente identifican la presencia del Ejército y la Policía Federal como las causas esenciales de la violencia. Es decir, serían las Fuerzas Armadas del Estado, excluidas de la mesa de discusión, las responsables de la crisis de seguridad desde que se emprendió la “guerra contra las drogas” hace dos sexenios. Lejos de la acción militar que promete la paz por medio de la guerra, la política de seguridad de AMLO se enfocaría en las violaciones de derechos humanos, los crímenes de lesa humanidad y la pobreza endémica del país.
Es de igual importancia, en mi opinión, que AMLO haya reiterado cómo durante su gobierno desaparecerán dos instituciones fundamentales en el discurso de seguridad nacional: el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) –la agencia de inteligencia que ha construido y convalidado la “guerra contra las drogas”– y el Estado Mayor Presidencial (EMP) –el “órgano técnico-militar” que asiste al presidente en sus funciones y decisiones –que será absorbido por la Secretaría de la Defensa.
Y revirtiendo las decisiones del presidente Enrique Peña Nieto, AMLO propone reestablecer la Secretaría de Seguridad Pública, que gradualmente reemplazaría a las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad. Esta propuesta implica la disolución del aparato que hasta ahora continúa sitiando numerosas ciudades y regiones del país. Pasando del discurso militarista de seguridad nacional, AMLO avanza hacia un discurso policial de seguridad pública. Sin el combate a las drogas y sin la influencia militar en el poder presidencial, la política de seguridad se transformaría bajo el gobierno de AMLO en una política de bienestar ciudadano.
Según el documento publicado por su equipo de transición, en el lugar del Cisen y el EMP, AMLO busca la creación de un “Colegio Nacional de Seguridad Pública” para profesionalizar agentes y mandos policiales, así como una Guardia Nacional que redirigirá a 214 mil 157 soldados y 55 mil 574 marinos –la totalidad de las Fuerzas Armadas– a sus atribuciones más convencionales, según la Ley Orgánica del Ejército: desde “realizar acciones cívicas y obras sociales” hasta “en caso de desastre prestar ayuda”, pero sin que el hecho de “defender la soberanía de la nación” signifique ocupar las principales ciudades para combatir al “narco”.
Siguiendo la hegemonía estadunidense, que desde 1986 designó al narcotráfico como amenaza de seguridad nacional, el gobierno de Felipe Calderón decidió adoptar el combate al narcotráfico como la nueva responsabilidad de las Fuerzas Armadas. Pero la “guerra contra las drogas” es en realidad el nombre público de un permanente estado de excepción militarista que transformó en zonas de guerra a ciudades enteras del país. Como han demostrado varios estudios estadísticos serios, uno de ellos hecho en la Universidad de Harvard, la presencia de las Fuerzas Armadas coincide con el recrudecimiento de la violencia en las zonas donde el gobierno federal culpa a los “cárteles”. Recordemos en este punto que los índices de violencia en todo el país, que habían descendido durante toda la década anterior, sólo repuntaron hasta después de la llegada del Ejército y la Policía Federal a las mayores zonas de conflicto durante la “guerra” de Calderón continuada por Peña Nieto. Para ejercer esta violencia, recordemos que el gobierno mexicano aumentó en 200% el presupuesto de seguridad y defensa durante la década del 2000, lo que para 2006 incluyó un crecimiento de 50% del Ejército, que al inicio del gobierno de Calderón ya estaba listo para tomar cualquier ciudad que ordenara el presidente.
Como ha demostrado la investigadora académica María José Rodríguez Rejas en su importante estudio La norteamericanización de la seguridad en América Latina, lejos de una genuina preocupación por la seguridad ciudadana, la política de seguridad nacional en México responde a los intereses geopolíticos impulsados desde Estados Unidos, en donde se ha articulado históricamente la agenda antidrogas para todo el hemisferio. Y a la par de la política en materia de seguridad, Estados Unidos ha sido también uno de los artífices de la reforma energética en México. Al intersectarse, la agenda de seguridad y la reforma energética se complementan al grado de que una no puede explicarse sin la otra.
“Al expolio de los recursos estratégicos, naturales y humanos, realizado con la connivencia de las élites nacionales, se suma la política de guerra en relación con el narcotráfico”, escribe Rodríguez Rejas. “El saqueo y destrucción económica del país, como veremos, va acompañado de la descomposición tanto de las instituciones clave, que el Estado construyó durante décadas, como del tejido social básico que es violentado permanentemente a la par que se reproduce la violencia”.
La importancia de este análisis no puede exagerarse. De hecho, como han demostrado los periodistas Ignacio Alvarado y Federico Mastrogiovanni, la militarización de regiones del país bajo el pretexto del combate al narcotráfico ha funcionado como una estrategia para atacar comunidades enteras y despoblar territorios ricos en energéticos que de otro modo no podrían ser explotados por las trasnacionales interesadas, por ejemplo, en los hidrocarburos de Tamaulipas, Coahuila y Chihuahua, o en la minería de estados como Guerrero. Allí donde el gobierno asegura que los “cárteles” luchan por la “plaza” y asesinan por el control de las “rutas” de la droga, está en realidad la guerra encubierta del Estado contra la ciudadanía que obstaculiza la extracción de los recursos naturales para beneficio de la élite político-empresarial en asociación con las trasnacionales que comparten los mismos intereses y sus ganancias.
Este proceso de explotación, que la periodista canadiense Dawn Paley ha llamado “capitalismo antidrogas”, es el resultado del proyecto neoliberal de la élite gobernante que ha convertido al Estado en una fuerza armada que facilita la extracción de recursos naturales eliminando toda resistencia política por medio del uso estratégico de la violencia y el terror. Explotación capitalista y violencia de Estado son así las dos caras de la misma agenda de seguridad. Así como el Plan Mérida fue el recurso económico por medio del cual se impulsó desde el norte la “guerra contra las drogas”, la reforma energética es también el resultado de la intensa presión política del gobierno vecino. Comprendamos así con mayor claridad cómo la propuesta de restitución de un Estado de bienestar que abandone la lógica militarista y punitiva implica también la disolución del aparato de seguridad que ha permitido el saqueo de los recursos naturales.
Aventuro una última reflexión a modo de conclusión: la transformación radical de la política de seguridad nacional sería tan sustancial en el gobierno de AMLO que su equipo de asesores ha decidido construirla por separado en dos vías que hasta ahora no se han intersectado. Mientras que la abogada y jurista Olga Sánchez Cordero, por ejemplo, articula el tema de la amnistía para suspender la lógica de guerra de las Fuerzas Armadas, el economista Gerardo Esquivel se ha concentrado en el tema de la revisión de los contratos concedidos a las trasnacionales con la reforma energética. Las dos propuestas, juntas, son imprescindibles para comprender los alcances de la política de seguridad de AMLO, que requiere de la contención de las Fuerzas Armadas y la cancelación de su influencia en el gabinete presidencial para luego detener la violenta apropiación de nuestros yacimientos de recursos naturales que son concedidos a intereses trasnacionales.
Acaso sea demasiado tarde y el camino de la extracción y la violencia militar que la respalda no pueda frenarse. Acaso las propuestas serán “revisadas” por la realpolitik de políticos asiduos a la represión y los mecanismos punitivos, como el actual comisionado nacional contra las adicciones, Manuel Mondragón y Kalb, invitado al equipo de AMLO como asesor de seguridad. O tal vez el reclamo popular transforme la esperanza en realidad y obligue al nuevo gobierno a edificar una era de pacificación y justicia social sin militares, sin “narcos”, sin saqueo de recursos naturales y sin la guerra que la élite gobernante nos ha declarado en nombre de nuestra propia seguridad. l
*Oswaldo Zavala es periodista y profesor de literatura y cultura latinoamericana en la City University of New York (CUNY). Su libro más reciente es Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México (Malpaso 2018).
Este ensayo se publicó el 15 de julio de 2018 en la edición 2176 de la revista Proceso.