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Cine: "El secuestro del Papa"
Los colaboradores de la sección cultural de Proceso, cuya edición se volvió mensual, publican en estas páginas, semana a semana, sus columnas de crítica (Arte, Música, Teatro, Cine, Libros).CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El título en español es capcioso, suena a relato de ficción en el que el santo Papa habría sido secuestrado; pero no, el original en italiano de esta cinta del veterano Marco Bellocchio es simplemente secuestrado (“rapito”). La cosa es al revés, pues es el Papa quien secuestra a un niño; claro, todo conforme al derecho canónico que aún privaba por aquel 1858 en la Iglesia católica y más en los Estados Pontificios.
El secuestro del Papa (Rapito; Italia/Francia/Alemania, 2023) se basa en el ensayo del antropólogo David Kertzer (El secuestro de Edgardo Mortara, 1997).
Al año de nacido, Edgardo Mortara había estado gravemente enfermo; como la familia era judía, la sirvienta cristiana decide bautizarlo en secreto para evitar que el alma del pequeño quedara en el limbo; movida por la culpa, años más tarde, la mujer se confiesa --cuando la Inquisición se entera--. En Boloña, donde ocurrieron los hechos, el niño de siete años es separado por la policía papal y trasladado a Roma para ser educado por las monjas, pues un cristiano debía ser educado como cristiano, por ley, so riesgo de apostasía.
Ante el escándalo nacional e internacional, el Papa (Paolo Pierobon), nada menos que Pio Nono, quien estableció el dogma de la infalibilidad, defiende el caso, y en modo “dejad que los niños se acerquen a mí”, lo protege personalmente.
De formación católica, luego marxista moderado, Bellocchio (Los puños en la bolsa, 1965) es un sólido cineasta con sesenta años de experiencia, sabe cómo recrear una época sin recurrir al derroche de la superproducción, prefiere interiores y escenarios bien construidos y saturados de códigos históricos, vestuarios y ambientes que el espectador reconoce sin problema; afortunadamente el proyecto se le escapó a Spielberg, quien hubiera empleado recursos de sobra para deslizarse por el lado de la pompa eclesiástica.
Bellocchio también entiende lo suficiente de latín para escoger un título como “rapito”, derivado de “rapire” con connotaciones paganas como el rapto de Europa, o el rapto del joven Ganimedes por Zeus. El niño Edgardo juega con el Papa y se esconde tras la vestimenta, pero los intereses de Pio Nono no van en esa dirección, sino en la de la política y el poder. “Es el rey de la Iglesia”, comenta una monja.
Bellocchio es un duro en la historia: En Buenos días, noche (2003) reproduce el secuestro y asesinato de Aldo Moro por las brigadas rojas, o en El traidor (2019) los juicios contra la Cosa Nostra. El secuestro del Papa no le representa un pretexto para atacar visceralmente a la Iglesia, sino la de ilustrar el abuso de poder y la maquinaria de un Estado para justificar sus fallos apoyados en dogmas y creencias indiscutibles.
Hay algo siniestro en el aplomo de Pio Nono cuando dice que después de Dios está él; tan fuerte es la creencia que aún con la amonestación de Napoleón III, quien lo había apoyado en toda su política, decide no devolver a niño y convertirlo en sacerdote.
Se quedan un tanto cortos quienes ven en El secuestro del Papa un punto de partida del antisemitismo que llevó al holocausto; Pio Nono no hacía más que continuar con la práctica de la Inquisición en España y Portugal, sobre todo desde Felipe II, de obligar a los judíos a convertirse (“los marranos”), para luego espiarlos y torturarlos como sospechosos de practicar un judaísmo oculto. En esta historia, la condición que exige la Iglesia para devolver a Edgardo Mortera es que la familia completa se convirtiera al cristianismo, pero Bellocchio sabe que la cosa no hubiera acabado ahí.