LIBROS
Mónica Rojas y la “Niña polaca”, amor y terror durante la Segunda Guerra Mundial
Agosto de 1939. Mientras los líderes de la Unión Soviética y la Alemania nazi se reúnen en Moscú para repartirse los territorios de Polonia, la joven Ania juega en el campo, ajena a toda barbarie. Sin embargo, todo cambia tras la ocupación de su pueblito Komarno.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La escritora Mónica Rojas encontró a una mujer que fue desterrada por la Unión Soviética y llegó como exiliada a la Hacienda Santa Rosa, en León, Guanajuato. A partir de ahí comenzó una travesía por construir y revelar una historia casi desconocida sobre los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial en México.
Hace 80 años llegaron los refugiados a Santa Rosa, “la pequeña Polonia”. Se convirtió en el lugar de refugio para mil 453 ciudadanos polacos. La parte oriental de Polonia fue invadida por el ejército ruso y sus habitantes fueron llevados a campos de "residencia forzada", en zonas como Siberia, Kazajstán, Uzbekistán.
Los polacos realizaron trabajos forzados y vivieron en pésimas condiciones hasta 1942, cuando la Unión Soviética se incorporó a la contienda de parte de los aliados Inglaterra y Estados Unidos. Entonces fueron amnistiados y varios de ellos llegaron a México.
Rojas habla con Proceso y asegura que "no existen en la guerra los héroes y villanos, solo hay tragedia para los ciudadanos. De eso se trata el libro de cuestionar o de que el lector se cuestione las lecciones de la historia que por tanto tiempo se contaron".
“¿La maldad entonces es subjetiva”, se le cuestiona.
“Yo diría que la maldad no es subjetiva, lo que es relativo es cómo se cuenta. Esos blancos y negros donde parece que no hay grises, pero que sin lugar a dudas, están ahí. Eso se refleja en esta historia, eso es la vida tan simple y compleja a la vez”.
La sinopsis de su novela da cuenta de las palabras con las que Rojas escribió su historia, ellas en las que cree y que intenta plasmar en aquellos que encuentra en su libro una visión de un pasado presente.
“Agosto de 1939. Mientras los líderes de la Unión Soviética y la Alemania nazi se reúnen en Moscú para repartirse los territorios de Polonia, la joven Ania juega en el campo, ajena a toda barbarie. Sin embargo, todo cambia tras la ocupación de su pueblito Komarno por tropas bolcheviques: ella y su familia serán trasladados al Gulag siberiano, donde trabajarán sin descanso bajo un frío inclemente, arriesgando cada día su integridad física y viviendo bajo el despiadado peso de la desesperanza. Para sobrevivir, Ania deberá atenerse a los recuerdos de Cezlaw, su primer amor”.
“Las fronteras entre lo bueno y lo malo se disipan”, sentencia la autora de la novela sobre box Lobo.
Rojas actualmente radica en Suiza como embajadora de la organización Save the Childen, tiene una maestría en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Barcelona y es candidata a doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Zúrich. Como activista por los derechos de la infancia, ha publicado libros para niños sobre migración, integración y la importancia del acceso a una educación de calidad, entre ellos.
Proceso reproduce para sus lectores un fragmento del libro:
Veintitrés de agosto de 1939. Mientras los líderes de la Unión Soviética y la Alemania nazi se reunían en Moscú para firmar el Pacto Ribbentrop-Mólotov y repartirse lo que no les pertenecía, Ania, con apenas catorce años y sin saber gran cosa de la vida, jugaba con Heros en el campo. No se dio cuenta de que eran las seis de la tarde hasta que sonaron las campanas de la iglesia de San Miguel Arcángel.
—¡Vamos a casa, Heros! Cezlaw ya ha de haber llegado.
Como todos los miércoles, el muchacho la visitaría con una caja de chocolates bajo el brazo.
Ania era la más pequeña de la familia Ciéslak. Tenía los ojos muy azules, del mismo color que su vestido favorito; el pelo suave, ondulado como la paja madura que se apilaba en el granero que Patryk, su padre, había construido con sus propias manos para consolidar el hogar en las afueras de Komarno, un pueblito localizado en la región oriental de Lwow, en Polonia.
Su hermano Jan, cuatro años mayor que ella, era un muchacho rubio a quien el trabajo en la carpintería de su padre le había moldeado un cuerpo fornido. De aire taciturno, siempre concentrado en sus labores, se pasaba los días tallando madera, dándole forma, pensando que pasaría toda su vida entre baldas y herramientas; le parecía bien, estaba conforme y en paz con la rutina que le heredaba el oficio que ya era un sello de familia.
Irena, la mayor, era una veinteañera alegre y parlanchina que se había casado muy joven con Mandek, un campesino de la localidad. Tenía tres hijos: Aron, Paulina y Nikolai, que en aquel entonces tenían cinco, tres y dos años de edad. A Ania le impresionaba que su hermana no se avejentara ni se curtiera por el ajetreo y sus responsabilidades de mujer casada, tal y como le había pasado a su madre, Halina, que pese a su delgadez, era recia como todas las mujeres que trabajan en el campo; cargaba los cestos de trigo y hacía las faenas de la granja sin ayuda, sin perder tiempo, como si su día fuera más corto que el de los demás.
La vida era sencilla y sosegada en ese pueblo rodeado de bosques donde nada cambiaba, salvo el río Vereshytsia, que se congelaba en invierno y se deshelaba en primavera.
En esos tiempos, Ania no veía más allá del cielo diáfano, sin más adornos que las nubes y las alas de los pájaros juguetones, y así era feliz, sobre todo los miércoles. Como de costumbre, a las seis en punto el muchacho estaba parado en la puerta con su caja de chocolates. Ella, que pecaba de impuntual cuando se extraviaba en sus paseos, corrió hacia su casa agitando los brazos para que Cezlaw la viera desde lejos.
—¡Ya estoy aquí! Lo siento, me distraje jugando con Heros y cuando escuché las campanadas me di cuenta de que se me había hecho tarde.
—De todas formas te habría esperado —respondió sonriendo—. Recién llegué. Toma, tus chocolates.
Con inocente coquetería tomó la caja rozando los dedos de Cezlaw. Hacía más de dos años que ese chico rubio la visitaba con frecuencia sin más recompensa que un beso en la mejilla. Entretanto, Heros correteaba de un lado a otro, mirando a los muchachos sin acercárseles mucho, como no queriendo interrumpirlos con el jadeo incontrolable de su ir y venir mientras atrapaba las varas con que Ania lo provocaba. Aquella era una escena que bien podría haber salido de cualquier pintura naturalista.
—Mamá está preparando unos quesos, ¿entramos?
—Tú primero.
—¡Heros! Entra tú también.
Cuando Ania abrió la puerta, el corazón se le encogió como si se protegiera de un latigazo fulminante. Algo flotaba en el aire, como un mal presentimiento ajeno y frío, pese al calor que desprendía el horno en que se calentaba el pan.
Sentada en una de las sillas del comedor, Halina permanecía inmóvil con la cara cubierta con sus manos. Desde su pedestal, la Virgen Negra de Czestochowa la contemplaba con impotente tristeza.