Adelanto de Libros
“Espelustrófico”: Cuando lo que no buscamos nos encuentra, de Paulina de la Vega
Es el primer libro de narraciones de su autoría, publicado en la editorial que ella misma es fundadora, Letras Laetas.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El 28 de febrero pasado, Paulina de la Vega (Ciudad de México, 1988) presentó “Espelustrófico”, primer libro de narraciones de su autoría publicado en la editorial que ella misma es fundadora, Letras Laetas, en el restorán Främes de la colonia Hipódromo Condesa.
Comencé a escribir –cuenta Paulina, licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM-- sin ninguna intención concreta, simplemente por el placer de escribir, contar una historia que yo quería contar…”
“Espelustrófico” ofrece los relatos: “Los innombrables”, “Chelem”, “El habitante”, “La tía Tuta” y “Amor y vida”, el más largo de los cinco. Dice:
“El último cuento, ‘Amor y vida’ realmente surgió para un concurso, surgió muy rápido, lo escribí en cuestión de dos meses, tenía el primer borrador y lo pulía, pero ese sí nació de mis adentros, sentí que tenía que contar esa historia. Aborda la trayectoria de una mujer que crece en la Ciudad de México y se enfrenta a una serie de situaciones que no necesariamente son bonitas. Encontrarse en un entorno laboral en el que ella no se siente completamente integrada también una situación espeluznante.”
Paulina explica que el cuento en cuestión parte de una canción infantil que de niña cantaba con sus compañeras en el recreo escolar, haciendo “jueguitos de manos”:
“Cuando yo era baby, me arrullaban, cuando yo era niña me pegaban, cuando yo era joven coqueteaba, cuando yo era madre me arrullaban, cuando yo era muerte apestaba, cuando yo era polvo me barría, cuando yo era ángel yo volaba, cuando yo era Dios yo mandaba, cuando yo era diablo picoteaba”.
Esos pasajes dan los diversos títulos a la narración “Amor y vida”, de la cual ahora ofrecemos a nuestros lectores un fragmento por cortesía de Paulina de la Vega y Letras Laetas.
Cuando yo era vieja
(…) El sexo con Armando despertó sensaciones en mí que no conocía. Me hizo consciente de un placer que no me había permitido sentir y que había permanecido por años latente en mi boca, mi cuello, mis pechos, mi sexo…
Me humedecía desde el momento en que lo escuchaba acercarse, al menor contacto con su piel se encendían los poros de la mía. Al tocarme reafirmaba la existencia de cada una de esas partes de mi ser, que se erizaban con solo sentir los dedos entre los míos, su respiración suave y acompasada recorriendo mis piernas hasta llegar al cáliz, haciéndome explotar una vez tras otra con ello solo conseguía que lo deseara más y más. Querer su cuerpo dentro del mío hasta llegar juntos al clímax, hasta hartarnos.
Esperábamos ansiosos el momento de mi embarazo. Si bien, yo aún tenía algunas dudas, me dejó convencer por él, por mamá, por sus padres, por el deseo de mi yaya.
Pero mi yaya no vivió para verme ser madre. Apenas unos meses después de haber vuelto de nuestra luna de miel, mi hermana nos llamó para decirnos que mamá había llevado al hospital a mi abuela. Se sentía mal, los doctores le habían dicho que era un soplo en el corazón. Este soplo había incrementado el tamaño de su órgano y por la edad, ya no era posible operarla. No habría soportado la anestesia y mucho menos un procedimiento quirúrgico. Alcancé a despedirme de mi yaya a quien le dije que solamente una mujer como ella, que era tan buena, podía morirse no por otra razón sino por tener un corazón demasiado grande.
A pesar de que estaba triste me animó el verme por fin con un trabajo estable. En la firma habían decidido contratarme tiempo completo como abogada junior. En este ambiente y en todos los juzgados y ministerios existe esta costumbre de llamarte “licenciada”, “licenciado”, más como una cuestión de respeto que por indicar propiamente un grado. A mí me causaba mucha gracia esto, además de que trabajaba con alegría, repartiendo sonrisas a todos aquellos que me llamaban así, “licenciada”, Un bonito mote que añadiría a mi lista de términos para definirme: “la licenciada”.
Era sabido que algunos expresidentes como Salinas, educado en la UNAM y con posgrado en economía en la universidad de Harvard, preferían que las personas los llamaran “licenciado”. En México, ser licenciado tenía un significado muy particular que despertaba respeto y admiración. “Maestro” o “doctor”, eran vistos más como profesiones que como un grado académico.
Licenciada o no, el sueldo que me asignaron era prácticamente el mismo que lo que estaba ganando de antemano, cuando me habían contratado como asistente legal, así que poco me alcanzaba para seguir ayudando a mamá y a la vez cubrir algunos gastos de mi nueva vida en pareja. Me molestaba que después de todo ese esfuerzo que yo había hecho, hasta Elena, dando clases de yoga, ganara más que yo.
Todas mis expectativas respecto haber seleccionado esta carrera y haber invertido mi tiempo en ella, se estaban desmoronando. Sobre todo cuando me enteré que a un pasante, recién egresado, quien no contaba con la experiencia que yo había adquirido en mi primer puesto como asistente, lo acababan de contratar y le estaban pagando más que a mí.
Así que fui a la oficina de recursos humanos a manifestar esta inconformidad. A esta misma señora que años atrás me había hecho pasar una humillante capacitación que había desatado todo tipo de burlas entre mis compañeros.
--¿Por qué si tengo más antigüedad y experiencia estoy ganando menos que Miguel?
--Porque Miguel es padre de familia.
--Yo también estoy por comenzar una familia.
--Ahí está, tu esposo entonces es el padre de familia.
Esta respuesta me dejó helada. No podía creerlo. Nuevamente estaban cometiendo una injusticia. No importaba qué tanto me esforzara, no estaba a la par de mis compañeros de trabajo. Primero tuve problemas por ser una mujer soltera; y ahora los tenía por ser una mujer casada. ¿Sería que el problema radicaba entonces por el hecho de ser mujer?
Salí enfurecida del departamento de recursos humanos. Mi ira iba en aumento y podía sentir cómo se hinchaban algunas venas en mi sien; cómo los ojos se llenaban de lágrimas; cómo mis puños se doblaban apretando las palmas de mis manos con las uñas que estaban abriendo heridas en la piel. Mi labio inferior temblaba de coraje. Observé entonces a mi alrededor y me pensé como en una jungla, como cuando fuimos a Costa Rica y estábamos rodeados de animales. En esta jungla cuál era mi lugar. Cuál era mi posición.
Recordé de pronto mi infancia cuando las niñas hacíamos juegos con las manos y si un niño se acercaba a jugar con nosotras, los demás se burlaban de él. Así era yo en aquel entorno. Los negocios y las oficinas no eran un juego de mujeres. Vi a mis compañeros decirse albures que solamente entendían entre ellos; los vi hacer muecas, como cuando pasaba y hacían gestos obscenos sin que nadie los reprochara por aquello, sin tener que ir a “terapia” o con un “orientador vocacional” para hacer un “plan de vida” y de “carrera”.
Salí corriendo de la oficina y al llegar a la calle mordí mi brazo para ensordecer un grito que salía desde la planta de mis pies y llegaba a lo más hondo de mi pecho, con sollozos entrecortados que, pese a todo, no lograban darme consuelo. (…)