Cultura en la Mira

“Mínimo bestiario”, de Jorge Esquinca

Presentamos tres fragmentos de “Mínimo bestiario”, de Jorge Esquinca, para nuestros lectores.
sábado, 3 de septiembre de 2022 · 19:12

CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).– Desde Villahermosa, Tabasco, el periodista Víctor Manuel Sámano, director del diario “Presente”, nos envía una pequeña colección de cuadernos publicados por Casalia Editores en Jalpa de Méndez.

El más bello corresponde al “Mínimo bestiario” del poeta Jorge Esquinca, nacido en la Ciudad de México el 5 de abril de 1957, pero quien vive desde 1968 en Guadalajara, Jalisco, con ilustraciones a color de su hijo Santiago Esquinca.

En febrero de 2021, Jorge Esquinca escribió el prólogo al poemario de Francisco Hernández “Breves sentencias para una larga pena”, publicado por Casalia que coordinan los editores Ervey Castillo, Fabiola Sánchez y Ulises R. Guzmán allá en Tabasco.

Otros títulos de esa editorial contienen textos de Julieta Campos, Enrique González Pedrero y Andrés Manuel López Obrador, presidente de México (como “México y el disparate neoliberal” y “Posdata pelenciana”, de 2018). A continuación, tres ejemplos de “Mínimo bestiario” de Jorge Esquinca para nuestros lectores.   

Aviso

El paso de una gran parvada sobre un maizal es uno de los recuerdos de infancia que atesoro.

No importa demasiado dónde la vi, sino su huella que persiste. Se trataba, creo, de los pájaros que conocemos como zanates. Muchos años después me pareció reconocerlos en el célebre cuadro que Van Gogh pintó al final de su vida.

Si bien prefiero los animales en libertad no dejo de visitar los zoológicos, siempre con asombro. Hay algo, tanto en el animal en cautiverio como en el doméstico, que me causa cierta congoja.

Pero, si he de confesar una contradicción, diré que lamenté su desaparición en el ruedo de los circos. A veces me cuesta entender los fuertes lazos de intimidad que muchas personas establecen entre ellos.

Ezra Pound escribió:

“Cuando considero con cuidado los extraños hábitos de los perros, concluyo forzosamente que el hombre es un animal superior; pero, cuando considero los extraños hábitos de los hombres, declaro, amigo, mi confusión.”

Menos propenso a juzgar, he preferido escribir algunos poemas sobre los otros compañeros de nuestra aventura terrestre.

En este “Mínimo bestiario”, gracias a los buenos oficios de mis editores tabasqueños, encabezados por Ervey Castillo, y al talento de mi hijo Santiago Esquinca por las ilustraciones, aparecen diez. Fueron elegidos entre los que he publicado en diversos libros.

En los nueve primeros se advertirá un tomo próximo al de la fábula, aunque se trata de fabulaciones carentes de toda moraleja [“La vaca”, “Un gorrión”, “Loros en la Valenciana”, “Malagua”, “El perro”, “Tarántula”, “Fiesta charra”, “Tigre de Bengala” y “Pajarraco”]. El décimo [“Lobo etíope”] surge de la impresión que me dejaron, hace unos años, la lectura de un reportaje en “National Geographic” y un curioso sueño.

Aves, mamíferos e insectos se hicieron presentes desde muy temprano en lo que escribo. He preferido observarlos con la mayor atención posible y, a partir de esta cercanía, comenzar a inventarlos. JORGE ESQUINCA (San Antonio Tlayacapan, Jalisco, 2019).

“La vaca”

La vaca es todo lo que es (“Atharva Veda”).

En tus ojos taciturnos asoma el paisaje de un continente pretérito. Ancla familiar, roca rumiante, isla de alfalfa bajo un cielo sin límites. Fodonga y menesterosa, avanzas con larga pereza tras un velo de moscas. “Madre celeste del sol, patrona de la montaña de los muertos, alma viva de los árboles”, te llaman a grandes voces tus hijos ávidos y tristes. Pero tú, desde tu mole soberana, nada pareces saber. Hogareña, macilenta, desplazas tu indolencia de la sala a la cocina o vas y te tumbas a la sombra de la higuera. Fuente ambulante de bienaventuranza, vaca cósmica, un hilo de tu leche en los labios de Alenka hace vislumbrar un paraíso.

“El perro”

El perro que no tengo entra por la puerta, salta sobre mis papeles, planta tus patas sucias en el tapete, derriba mis lámparas caídas, le gruñe a la nada de luz que hay en mi sombra.

El perro que no tengo marca su territorio, mete el hocico en las cazuelas, les ladra a mis amigos, muerde la mano que le da de comer, muerde la mano del ladrón, muerde la mía.

El perro, este que no tengo, se pasea tan campante por mi casa, le suelta una risita burlona a lo que escrito, se echa a lo largo de mi cama y mientras duerme, sueña, lo advierto en el rítmico balanceo de su cola, con un paraíso de médula y bisteces.

Ganas me sobran de colocarte el bozal, tundirlo a palos y atarlo en la azotea. Pero el muy perro se pasa de listo, me esquiva fácil, brinca por la ventana, se fuga veloz sobre las cuatro patas de su nada.

No se imaginan qué rabia me entra al vislumbrarlo allá, olfateando perras por la calle, oteando parrilladas con ese airecito de campeón sin corona, de reyezuelo de barrio, con la sombría certidumbre de que habrá de volver cuando se le dé la gana.

Qué perra vida, que bella vida la del perro que no tengo, qué vida.

“Lobo etíope”

En mi vida pasada fui lobo etíope.

Me gustaba despertar temprano, con el aire frío de la meseta calándome los huesos.

Luego, entre la neblina, reunirme con la manada, lamernos, olfatearnos, entrechocar las patas, los colmillos y ladrar en señal de reconocimiento. Una ceremonia matutina que repetimos desde siglos, tal como los abuelos que caminaron los glaciares y llegaron por las áridas estepas de Eurasia.

Mi pelambre era rojiza, como la pradera.

Una mancha blanca en mi pecho brillaba por la noche.

Me gustaba trepar los peñascos, otear la meseta y marcar con mi orina los bordos de nuestro territorio. Tumbarme al sol y rascarme las orejas.

Cazábamos a solas, esas ratas gordas que viven bajo tierra. Muy pronto aprendí a espabilar el oído, a inclinar la cabeza de un lado a otro para escucharlas en sus túneles. Podía adivinar el momento de su salida. Era veloz y mis mandíbulas certeras.

Quise a una hembra de ojos intensos. Pero la regla dicta que ellas, a su hora, dejen la manada y busquen compañía entre los machos de otra grey.

Fuimos siempre pocos. Nos diezmaba el mal de una sed que no se sacia. Aún hoy me asalta el sabor ácido y la falta de aire me arranca el sueño con su garra.

En realidad, son escasas las noticias de mi vida pasada. Llegan de pronto, como un ladrido que se oye a lo lejos.

Soy este hombre que reúne palabras en medio de una noche en la que tú no estás.

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