CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).– Para los siempre jóvenes amantes de las novelas de misterio, detectivescas y de aventuras, hoy recomendamos
Escuela de espías (Editorial Océano. Gran Travesía, 288 páginas), de Stuart Gibbs, quien ha trabajado como guionista en películas animadas como
Mickey,
Donald,
Tribilín:
Los tres mosqueteros,
Anastasia y
Colegas en el bosque (stuartgibbs.com).
Su primera novela,
Belly Up, estuvo seleccionada por la asociación de bibliotecas juveniles, la Junior Library Guild.
The New York Times lo ha denominado “el mejor
best-seller de novelas de espías en la escuela”. A continuación, fragmentos del primer capítulo de
Escuela de espías (
http://www.grantravesia.com/).
Reclutamiento
(Residencia de los Ripley. 2107 Mockingbird Road. Vienna, Virginia. 16 de enero, 15:30 horas)
–Hola, Ben –dijo el hombre en mi salón–. Me llamo Alexander Hale. Trabajo para la CIA.
Y así fue cómo mi vida se volvió interesante.
No lo había sido hasta entonces. Ni por asomo. Ese día había sido un buen ejemplo: día 4.583, siete meses después del duodécimo año de mi existencia mundana. Me levanté de la cama sin mucho afán, desayuné, me fui a la escuela, me aburrí en clase, miré a chicas con las que me daba demasiada vergüenza hablar, comí, hice gimnasia como pude, me dormí en mates, Dirk el Capullo me tocó las narices, cogí el autobús para volver casa...
Y encontré a un hombre de esmoquin sentado en mi sofá.
No dudé ni por un segundo de que fuera espía. Alexander Hale tenía el aspecto que siempre había imaginado en un espía. Algo mayor, quizás --le pondría unos cincuenta años--, pero era amable y cortés. Tenía una pequeña cicatriz en la barbilla; supuse que había sido una bala o algo más exótico como una ballesta. Tenía un aire a lo James Bond: pude imaginármelo perfectamente en una persecución en coche antes de venir a casa cargándose a los malos sin despeinarse.
Mis padres no estaban en casa. Nunca lo estaban al volver de la escuela. Alexander había entrado sin más. Tenía el álbum de fotos de las vacaciones familiares a Virginia Beach abierto en la mesita de centro, delante de él.
–¿Estoy en apuros? –le pregunté.
Alexander se echó a reír.
–¿Por qué? Nunca has hecho nada malo en la vida. A menos que cuentes aquella vez en que le echaste laxante a la Pepsi de Dirk Dennett... y, sinceramente, el chaval se lo merecía.
Abrí mucho los ojos, sorprendido.
–¿Cómo lo sabes?
–Soy espía. Mi trabajo es saber cosas. ¿Tienes algo para beber?
–Este... sí, claro.
Mentalmente hice inventario de todas las bebidas que había en casa. Aunque no tenía ni idea de lo que este hombre estaba haciendo aquí, me vi con las ganas de impresionarlo.
–Mis padres tienen un montón de bebidas. ¿Qué te apetece? ¿Un Martini?
Alexander volvió a reírse.
–Esto no es como en las películas, chico. Estoy de servicio.
Me sentí tonto y me puse colorado.
–Ah, claro. ¿Agua?
–Casi mejor una bebida energética. Algo con electrolitos, por si tengo que entrar en acción. He tenido que deshacerme de unos indeseables de camino de tu casa.
–¿Indeseables? –Intenté parecer como si hablara de estas cosas a diario--. ¿Qué tipo de...?
–Me temo que esa información es clasificada.
–Claro. Tiene sentido. ¿Un Gatorade?
–Sí, fantástico.
Fui a la cocina y Alexander me siguió.
–Hace un tiempo que la Agencia te tiene echado el ojo.
Me detuve, sorprendido, con la puerta de la nevera entreabierta.
–¿En serio? ¿Por qué?
–Bueno, para empezar, nos lo pediste tú.
–¿Yo? ¿Cuándo?
–¿Cuántas veces has visitado nuestra página web?
Hice una mueca; volvía a sentirme tonto.
–Setecientas veintiocho.
Alexander no parecía precisamente intrigado.
–Exacto. Normalmente te limitas a jugar en la página para niños, juegos que, por cierto, se te dan muy bien, pero también has estado consultando las páginas de ofertas de empleo con cierta regularidad. Ergo, te has planteado hacer carrera como espía. Y cuando muestras interés en la CIA, la CIA también se interesa por ti. —Alexander se sacó un sobre grueso de la chaqueta del esmoquin y lo dejó sobre la mesa de la cocina—. Nos has impresionado.
En el sobre ponía: «Entréguese en mano SOLO al señor Benjamin Ripley». Había tres sellos de seguridad; uno tuve que abrirlo con un cuchillo de sierra. Dentro había un fajo de papeles. La primera página tenía una frase: «Destruya estos documentos inmediatamente después de leerlos».
La segunda página empezaba así: «Querido señor Ripley: Es un privilegio para nosotros aceptarlo en la Academia de Espionaje de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, en inglés) con efectos inmediatos...».
Dejé la carta en la mesa; estaba emocionado, estupefacto y confundido, todo a la vez. Llevaba toda la vida soñando con ser espía y aun así...
–Crees que se trata de una broma —dijo Alexander, tras leerme la mente.
–Bueno... sí. Nunca hasta ahora había oído hablar de la Academia de Espionaje de la CIA.
–Eso se debe a que es un secreto de Estado, pero te ase- guro que existe. Yo mismo estudié ahí. Es una institución de gran prestigio dedicada a formar a los agentes del mañana. ¡Felicidades! —Alexander levantó su vaso de Gatorade y me dedicó una sonrisa.
Choqué mi vaso con el suyo. Esperó a que me bebiera el mío antes de hacerlo él; supuse que era algo normal tras una vida entera de gente intentando envenenarlo.
Vi un destello de mi reflejo en el microondas que estaba detrás de Alexander, y me asaltaron las dudas. No me parecía posible que él y yo hubiésemos sido seleccionados por la misma organización. Alexander era guapo, atlético, sofisticado y molón. Yo, no. ¿Cómo podía estar cualificado para salvaguardar la democracia en el mundo si aquella misma semana me habían zarandeado tres veces para robarme el dinero de la comida?
–Pero ¿cómo...?
–¿... has entrado en la Academia sin haber presentado siquiera una solicitud?
–Esto... sí.
–Las solicitudes solo sirven para presentarte a la institución a la que quieres entrar. La CIA ya tiene toda la información que necesita. —Alexander se sacó un pequeño ordenador del bolsillo y lo consultó—. Por ejemplo, eres un estudiante de matrícula que habla tres idiomas y tiene unas habilidades matemáticas de nivel 16.
–Y eso, ¿qué significa? —¿Cuánto es 98.261 por 147?
–14.444.367 —Ni siquiera tuve que pensármelo. Tengo un don para las matemáticas y, en consecuencia, una habilidad pasmosa para saber siempre exactamente qué hora es, aunque nunca me había parecido que fuera nada especial. Pensé que cualquiera sabría hacer operaciones matemáticas mentalmente... O calcular al instante cuantos días, semanas o minutos llevaban vivos. Yo tenía 3.832 días cuando descubrí que no era el caso.
–Eso es contar con un nivel 16 --dijo Alexander y luego volvió a mirar en el ordenador—. Según nuestros archivos, has bordado los exámenes PATO, tienes muy buena mano para la electrónica y te gusta mucho la señorita Elizabeth Pasternak, aunque, por desgracia, parezca no tener ni idea de que existes.
Lo de Elizabeth ya me lo olía, pero que me lo confirmaran me dolió —y encima la CIA—, así que tuve que distraer la atención.
–¿Exámenes pato? No recuerdo haberlos hecho.
–Normal. Ni siquiera sabías que los estabas haciendo. Se trata de Preguntas Aleatorias en los Test Ordinarios: PATO. La CIA coloca estas preguntas en todos los test ordinarios para evaluar las potenciales aptitudes de espionaje. Las has acertado todas desde tercero.
–¿Introducen sus propias preguntas en los exámenes de clase? ¿Y eso lo sabe el departamento de Educación?
–Lo dudo. En Educación no es que sepan mucho, precisamente. —Alexander dejó el vaso vacío en el fregadero y se frotó las manos con aire animado—. Bueno, dejémonos de cháchara. Tenemos que hacer las maletas, ¿no? Te espera una tarde ajetreada.
–¿Qué? ¿Pero nos vamos ya?
Alexander me dio la espalda, a medio camino de las escaleras.
–Has sacado un noventa y nueve coma nueve en la sección de percepción de las pruebas PATO. ¿Qué parte de «con efectos inmediatos» no has entendido?
Tartamudeé un poco; no dejaba de darle vueltas a mil cosas a la vez, que me moría de ganas de preguntar.
–Ya... pero... esto... ¿Por qué tengo que hacer las maletas? ¿Esta Academia está muy lejos?
–No, no está nada lejos. Solo al otro lado del río Potomac, en Washington D. C. Pero convertirse en espía es un trabajo a tiempo completo, de modo que todos los estudiantes tienen que vivir en el campus. Tu formación dura seis años, empezando en el equivalente de séptimo curso hasta el duodécimo. Empezarás en el primer año, claro. […]
–Creo que antes de tomar una decisión tan importante, debería comentárselo a mis padres —dije.
Alexander se dio la vuelta.
–De eso ni hablar. La existencia de la Academia es información clasificada. Nadie tiene que saber que vas a asistir. Ni tus padres, ni tus mejores amigos, ni Elizabeth Pasternak. Nadie. Por lo que a ellos respecta, asistirás a la Academia de Ciencias para Chicos y Chicas de St. Smithen.
–¿Una Academia de Ciencias? —Fruncí el ceño—. Me voy a formar para salvar el mundo, pero todos pensarán que soy un
friki.
–¿Acaso no es lo que piensan de ti ya?
Hice una mueca. Pues sí, sabía muchas cosas de mí.
–Pensarán que soy más
friki aún. Alexander se sentó en la cama y me miró a los ojos.
–Ser un agente de élite requiere sacrificio —me dijo—. Esto solo es el principio. Tu formación no será fácil. Y si lo haces bien, tu vida tampoco lo será. Hay mucha gente que no puede soportarlo, así que si quieres echarte atrás... ahora es el momento.
Supuse que esta era la prueba final. El último paso en mi reclutamiento. La oportunidad de demostrar que el trabajo duro y los tiempos difíciles no me disuadían.
No lo era. Alexander estaba siendo sincero conmigo, pero yo estaba demasiado entusiasmado con la idea de que me escogieran para darme cuenta. Quería ser igual que Alexander Hale. Quería ser amable y cortés. Quería entrar con esa facilidad en las casas de la gente con un arma escondida en el esmoquin. Quería deshacerme de indeseables, salvar el mundo y dejar a Elizabeth Pasternak con la boca abierta. Ni siquiera me habría importado tener una cicatriz en la barbilla que fuera obra de una ballesta.
Así pues, miré fijamente los ojos grises de acero de ese hombre y tomé la peor decisión de mi vida.
–Me apunto —dije. […]