Armando Manzanero

La soledad de Armando Manzanero

En sus memorias "Con la música por dentro", el compositor mexicano cuenta cómo fue su infancia y cómo forjó el carácter que le dio fuerza para sortear las tempestades que sufrió en su vida.
lunes, 28 de diciembre de 2020 · 14:44

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En 1994 Armando Manzanero escribió sus memorias Con la música por dentro (Editorial Planeta, 1994. 209 páginas), cuando llevaba cuatro décadas de trayectoria musical y, a pesar del enorme éxito internacional del que gozaba, se sentía solo.
    
He aquí la introducción de aquel libro donde Manzanero contó cómo fue su infancia y cómo forjó el carácter que le dio fuerza para sortear las tempestades que sufrió en su vida para obtener el reconocimiento no sólo como el mejor compositor de México, sino una de las figuras prominentes del arte latinoamericano y universal. 

En la catedral de Cali

Tenía treinta y dos años. Toda una vida de músico. Desde niños fui trotando, primero por el interior de mi estado, Yucatán, México. Más tarde, cuando adolescente, por todo el país; y ya después, como pianista de grandes cantantes, por todo el continente.

Ahora es diferente, con mi maletín lleno de arreglos musicales; en la memoria muchas canciones de bastante éxito y una absoluta y total falta de preparación para cantar, pero con un gran aliado: yo estaba de moda.

Mi equipo estaba formado por Héctor, mi maletín de música y cuatro o seis trajes un poco amplios, pues tanto trabajo me había adelgazado.

Héctor era mi representante. Algunos dicen que los representantes o managers son ese mal necesario para las personas que no sabemos tratar asuntos financieros, lo cual es básico en estos tiempos donde la sociedad de consumo sí ocupa un primer sitio en la vida cotidiana, ya no digamos en la artística, que se sale de lo cotidiano.

Ahora estoy entrando a oír música en la Catedral, son las once de la mañana de un día domingo. La catedral de Cali es blanca por dentro, sobria, sin recargamentos de ninguna clase. Me gusta. No sé por qué es tan grande la necesidad que tengo de cantar en las iglesias, sobre todo cuando me encuentro solo. Así me siento hoy. Mucho más que otros días. Sentirme solo es algo que está haciendo conciencia en mí. Tal vez por los años de trotar por el mundo.

En el momento en que el sacerdote y su acólito queman incienso, llenan el ambiente de un aroma tan agradable, que inunda toda mi alma de esa tan necesitada paz.

No igual, pero parecido, huele mi jardín en Cuernavaca; así lo siento en esas contadas noches en que tengo el privilegio de morar en ese rincón exageradamente sencillo, pero tan importante para mí, como el viejo y desbaratado canasto donde un gato pasa toda su vida.

El incienso que están quemando en este momento me transporta en fracción de segundos hasta el lugar que más añoro, mi casa, con las personas que hacen de mí un ser vivo, un alguien importante.

Ahora, ¿por qué me siento solo? ¿Por qué hasta ahora?

Al salir de misa me pareció importante hacer un análisis de mi actual sentimiento de soledad.

Como el día es tranquilo ya que es domingo, es día de ver el foot-ball y tomar cerveza en el refugio de la casa. Hay ausencia de gente por las calles, así que encuentro un sitio propicio para pensar. Un banco a orillas de ese pequeño río que atraviesa la ciudad de Cali y que a la vez da un toque de romanticismo, ya casi olvidado en estos tiempos.

Bueno, pues vamos a pensar, vamos a recordar…

“Cántate una por lo menos, enano!”

A mis escasos doce años, en Mérida, yo tomaba una pequeña valija, un pantalón, dos camisas y mi hamaca. Salía los fines de semana por muchos pueblos de mi estado, Yucatán, pues estaba siguiendo la carrera de mi padre, yo también era músico y la verdad que me gustaba. No hay nada más hermoso que sentir esa autosuficiencia económica y poderosa, que aunque bastante raquítica en ese entonces, colmaba mis necesidades. Entonces ya estaba solo. Y al correr del tiempo me hice músico de orquesta.

Todas las gentes que divertíamos a las gentes, trabajamos los días festivos más que de costumbre, así que en Navidades, Años Nuevos y carnavales, siempre andaba amenizando las alegrías ajenas, fuera de casa, lejos de mi clan, comiendo en manteles de todas categorías: buenos, regulares, malos; de todo un poco. Así que también ya estaba solo.

Soy un tipo raro. Generalmente todos los hombres acostumbran a tomar café o comer fuera con sus amigos, a veces exhibir sus miserias en el sauna o el vapor; o con los mismos, jugar a las cartas; y en determinado día, salir fuera de la ciudad para comer con sus amigas.

Quizá por las tantas veces que como fuera de casa durante un año debido a mis viajes, cuando estoy en casa quiero absorber y beber todo el tiempo de mi familia, de mis hijos. Sí tengo amigos, mas son muy contados. Tengo a Palemón, que fabrica artículos de acero aquí en México. Tengo a Carlos, que vive en la ciudad de Los Ángeles. A mi amigo Vicario que está en Mendoza, Argentina. A la Beba Arturi que está en Bogotá; a Monina y a Venés, que están en Mérida; a Hernán Carrillo, que está en Tijuana; a Tulio, a Ana y a Simón, que están en Venezuela. Así que para que yo saliera a comer con mis amigos tendría que rentar un avión particular y trabajar todo el día para pagarlo.

Quisiera tener más amigos. Es hermoso cultivar amistades, pero lamentablemente, cuando trato de cultivarlas, les acepto una invitación para alguna reunión en cualquier parte del mundo, inmediatamente surgen las preguntas de cajón: ¿Cuándo llegó? ¿Cuándo se va? ¿Cuándo viene? ¿Adónde más va? ¿Cuántas canciones tiene? ¿Cuántas mujeres ha tenido? ¿Cómo se llaman? ¿Se siente viejo? ¿Se siente joven? ¿A quiénes hace sus canciones? ¿Cómo se inspira?

Bueno, después del primer trago y el segundo bocadillo, como por arte de magia aparecen un piano, una guitarra, acompañados de una voz melodiosa que me dice: “Ay, maestro… soy la mamá del dueño de la casa. Como usté verá, soy muy viejita y no puedo asistir a los lugares donde usté canta, así que ya se jodió, tiene que cantarme algo, una por los menos.”

¡Ah!, pero pobre de mí que me quiera poner reacio ante el ímpetu de mis nuevos admiradores y no cantar. Entonces no falta quien diga: “Ya me habían dicho que era usted medio mamón y que ya se le subió.”
    
Otro dice: “Yo lo conocí cuando tocaba en un lugar de mala muerte.” Y surge: “Sí… yo le pagaba los tragos cuando estaba dado en la madre.”

    --Yo era su cliente cuando vendía panuchos en Mérida.

    --Sí –dice una embarazada--, mi marido y yo nos enamoramos con una de sus canciones.

    --Yo compré su primer disco, y la verdad, canta usted de la chingada, pero compone usted bonito.

Y como bendición del cielo desaparece el “usted maestro” y surge del epicentro de la reunión el sabroso que me dice, en el clásico tuteo:

“¡Cántate una por lo menos, enano!” 

Rita, “chichí” (la abuela)

Desde luego que estoy hablando de soledad física, pues mi mente vive siempre acompañada de las gentes y las cosas que amo.

Para empezar, soy una persona que por naturaleza duerme poco, por lo cual vivo mucho; con una memoria más fiel que un perro hambriento, que a veces me hace bien y otras tantas mucho mal. Así que durante toda mi vida he acaparado recuerdos que si desfilaran al estilo americano, o más bien dicho gringo, ocuparían todo un mundo, todo un tiempo, todo un universo y toda una vida.

Benditos sean, pues, mis recuerdos. Gracias a ellos hoy puedo mantenerme sentado en un banco a la orilla del río, muy al otro lado del mundo mío. Recuerdos que me acercan al comienzo de la historia que grande o pequeña todos tenemos. Recuerdos que me hacen saber que cada uno de los míos son parte de mí como el todo de mis suspiros. Recuerdos que aprendí a organizar el día que conocí el amor, y supe que tenía ante mí el comienzo de un sueño hace mucho tiempo deseado, desde lo más profundo del alma.

Recuerdos que sembró en mí una señora muy pequeña y de carita arrugada por los años, quien me enseñó que Dios es un personaje importante en la vida de cada individuo, sea cual sea su origen y sus creencias, siempre y cuando tenga fe. Quien me enseñó que hasta las personas que no tienen Dios viven con la fe de ojalá se me haga, que es lo que los hace fuertes cuando se encuentran en crisis. La que me enseñó que una rosa es producto de un tiempo, un cuidado, un esmero y un cultivo.

También me enseñó que el amor es algo que se da sin reservas, sin esperar pago de ninguna clase. Que amor es tomarse de la mano y construir una vereda en la montaña más difícil. Hoy puedo comprender todo eso, pues mi amor está lejos y está conmigo. Yo sueño y ella traduce mis sueños a través de la distancia. Ella camina en México y yo siento el vibrar de sus pasos aquí en Colombia. Ella suspira en mi casa y yo aspiro su perfume sentado en este banco.

¡Benditos sean mis recuerdos! Gracias a ellos me mantengo vivo.


 

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