'¿Por qué no podemos dormir?”, de Darian Leader
CIUDAD DE MÉXICO (apro).– “Sólo hay un modo seguro de huir del insomnio: no nacer”, nos recuerda el psicoanalista californiano Darian Leader (EU, 1965) en ¿Por qué no podemos dormir? Nuestra mente durante el sueño y el insomnio (Editorial Sexto Piso, traducción de Albino Santos Mosquera, 231 páginas).
Tras la aparición de las computadoras y los teléfonos inteligentes, con esa continua demanda de estar perpetuamente conectados, nuestra relación con el sueño se ha ido volviendo más problemática. La obsesión para dormir las sacrosantas ocho horas para rendir en el trabajo se convierte así, paradójicamente, en otro impedimento a la hora de dormir y también en el cebo perfecto para una boyante industria del sueño, que no hace sino pasar por alto las verdaderas y múltiples causas del insomnio.
Entretejiendo distintos discursos científicos, sociológicos, económicos y psicoanalíticos, Leader nos ofrece un fascinante mapa de nuestra sociedad insomne. He aquí un fragmento del primer capítulo (www.sextopiso.com).
El negocio del sueño
No sólo se nos dice que debemos dormir ocho horas, sino que ese número mágico es el que invoca actualmente para vendernos las mismísimas camas en las que dormimos. Tal como lo explica el periodista y escritor Jon Mooallem, si los colchones eran antiguamente “unos anónimos rectángulos blancos”, hoy se han convertido en “máquinas de salud y bienestar holísticos”. Nadie se preocupaba de cambiar periódicamente esos pesados armatostes y, sin embargo, ahora no hacen más que presionarnos para que los sustituyamos… ¡cada ocho años!
La asociación de ese número con una campaña comercial se basa, posiblemente en la misma clase de condicionamiento que con probabilidad interviene en el propio proceso de dormirse. Igual que prepararnos para ir a la cama porque estamos cansados puede significar que nos cansemos porque nos estamos preparando para acostarnos, también el número que representa una noche de sueño reparador se convierte en el símbolo de un momento correcto para comprarnos un colchón nuevo.
Esta forma de condicionamiento es tan metódicamente rentabilizada por el mercado como mágicamente ignorada por gran parte de la actual ciencia del sueño. Diversos libros y artículos académicos explican, por ejemplo, el efecto obstructivo del alcohol y afirman que el hábito de beber antes de acostarse, más que garantizar un buen sueño esa noche, lo dificulta.
Pero, ¿y la asociación que el bebedor o la bebedora establece entre la bebida y el dormir? El efecto de ese condicionamiento, que puede ser bastante sólido, es ignorado por completo, aun cuando la misma ciencia del sueño puede propugnar a su vez terapias cognitivas contra el insomnio que se basen precisamente en un proceso de condicionamiento. Esas terapias ayudan a muchas personas e implican asociar ciertos patrones de comportamiento con el hecho de irse a dormir.
Curiosamente, si los libros sobre higiene de los años 50 del siglo XX proclamaban que todas las personas necesitan dormir ocho horas diarias, en publicaciones de divulgación científica de la década siguiente, la de los sesenta, eso se consideraba ya una “falacia” (para usar la expresión literal del investigador del sueño William Dement) y era blanco de numerosas burlas.
Según escribieron dos expertos estadunidenses en sueño en 1968, “siendo tantos los factores que codeterminan el inicio, la cantidad y la profundidad del sueño en los diversos individuos, un médico no puede exigir indiscriminadamente a todos los pacientes que se acuesten temprano, que se duerman rápido o, en general, que duerman las horas recomendadas ‘a rajatabla’, y luego traslade esas expectativas a un régimen terapéutico rutinario.
De hecho, bien podría afirmarse que el exceso de preocupación por el problema del sueño y sus variaciones según los individuos es un síntoma que a veces afecta tanto al paciente como al médico y es, en cierto modo, tan grave como la afección que lo motiva originalmente”.
Los mencionados expertos se mostraban además incrédulos ante la posibilidad de que alguien confiara aún en la validez de una “ley de las ocho horas” por la que todos y cada uno de nosotros pudiéramos pasar toda una noche sumidos en una “deliciosa inconciencia”. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que los higienistas del sueño actuales nos dicen que necesitamos.
Las empresas farmacéuticas pagan anuncios para alertar a las personas de que, si no duermen las horas suficientes y notan que les falta la energía necesaria para hacer las cosas que tienen que hacer, como pasar el tiempo con la familia o realizar satisfactoriamente sus tareas en el trabajo, o si sienten cansancio mental, fatiga física, baja motivación y dificultad para concentrarse, tal vez estén padeciendo un trastorno del sueño que requiera medicación.
Pero como ha señalado el historiador Matthew Wolf-Meyer a ese respecto, ¿no son todos esos síntomas las condiciones mismas de la vida moderna y, para el caso, de la vida tal como la llevamos viviéndola desde hace siglos?
Y cuando un anuncio de un fabricante de colchones empieza preguntando a los espectadores si les cuesta concentrarse durante el día, si tienen problemas para recordar cosas y si usan muchos tópicos al hablar, en vez de hacernos ver que todo es consecuencia de las presiones de la vida moderna, de los largos desplazamientos al trabajo y de la insoportable exigencia de mantener una imagen positiva durante toda la jornada laboral, lo que nos termina diciendo es que ésos no son más que síntomas de que dormimos sobre un mal colchón.
La descripción habitual del individuo privado de sueño se ajusta en realidad a la situación de la mayoría de los actuales miembros de la sociedad urbana. Pero en vez de reconocer en ello los efectos de las cargas socioeconómicas y del dolor interior, lo que ocurre es que las dificultades humanas pasan a ser redefinidas a través del novedoso filtro de un idealizado sueño sin interrupciones. Cuando olvidamos o fallamos, es porque no nos despertamos sintiéndonos contentos y reparados tras haber dormido genial.
Uno de los célebres relatos sobre el olvido es aquel que cuenta que el rey Alfredo, huyendo de los vikingos, se refugió en el hogar de una campesina pobre. Ésta le pidió que vigilara los pasteles que se estaban cociendo en el horno mientras atendía a otras tareas, pero la mente del monarca se distrajo y, cuando ella regresó, vio que los dulces se habían quemado y calcinado. ¿Cuánto tardaría un higienista del sueño en diagnosticar que la desatención del distraído rey se debió en realidad a un problema de privación de sueño por no haber dormido las ocho horas recomendadas (por el propio higienista)? Si hubiera dormido bien, habría rendido más y habría privado a Inglaterra de aquellos pasteles quemados que todavía estamos intentando subsanar mediante nuestros tradicionales “concursos de horneado” (o bake-offs).