'Aunque suene a corrido”, crónica sobre AMLO de Susana Cato
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Escritora (autora de la biografía María Rojo, De película, 2010), periodista (en Proceso fue columnista de cine por 10 años), guionista (El espejo de dos lunas, de Carlos García Agraz), promotora cultural, Susana Cato prepara un libro de crónicas próximo a salir, que incluirá ésta que reproducimos aquí con su autorización, realizada tras el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales del 1 de julio.
En ella recupera sus encuentros con el político tabasqueño como periodista.
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Aunque suene a corrido, conocí a Andrés Manuel López Obrador allá por el año 1995. Su nombre salió a la luz como candidato del PRD en Tabasco, que encabezaba un camino de mil kilómetros a pie a la Ciudad de México para denunciar el despilfarro electoral a favor del candidato del PRI, Roberto Madrazo.
Así, la lluviosa noche del 9 de junio mostró a periodistas en el Zócalo, junto a los 5 mil durmientes del éxodo tabasqueño, lo que alguien calificó como las “catorce cajas de Pandora” con cheques, facturas, recibos y otros documentos que probaban pagos ilegales por más de 200 millones de pesos.
“El Tabascogate”, concluyó la prensa.
Yo era entonces corresponsal de la revista Cambio16 de Colombia y entrevisté a ese personaje, apodado por algunos Pejelagarto, en el hotel Marbella, en avenida Cuauhtémoc, donde se hospedaba.
En mis veinte años como periodista me admiraban generalmente para bien las gentes del mundo cultural que había entrevistado, pero nunca un político. Andrés Manuel me sorprendió, no sé por qué. De entrada, me gustaba que hubiese incursionado a la política como asistente del poeta Carlos Pellicer. Me dijo, profetizando, que México tenía prisa por atenuar (con el Tratado de Libre Comercio, entre otras cosas) su mala imagen de “dictadura perfecta”. Para fingir democracia en el año 2000 ganaría con el voto útil el PAN y se iniciaría para el siglo XXI un bipartidismo como el de Estados Unidos, entre dos semejantes. Pero que la historia de México da sus lecciones, y que había que fortalecer a la izquierda para hacer mella en ese plan. Le pregunté si creía posible un cambio sin sangre. Y respondió contundente: “Sin sangre”.
Al salir de la entrevista -no había entonces celulares-, le llamé desde un teléfono público a María Rojo, que encabezaba entonces reuniones políticas con gente de cine en el Salón México, y le grité para que me oyera:
-Tienes que conocerlo. Este güey sí es un líder.
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A la semana siguiente, la portada de Proceso mostraba a Andrés Manuel con su camisa blanca manchada de sangre; había recibido un golpe mientras defendía las tierras campesinas de perforaciones petroleras sin permiso.
Volví a ver a Andrés Manuel en el hotel Marbella, con Lydia Neri, una videoasta que con un grupo de televisión independiente estadunidense lo había entrevistado. Yo me había comprado entonces una cajita artesanal. Era una belleza. Al levantar la tapa tenía en la parte de abajo una pequeña veladora, y en la cubierta, una imagen con la Virgen de Guadalupe. Cuando lo vi, decidí dársela:
-Esto lo va a ayudar más que las cajas con las transas priistas- le dije.
Pasaron los años y los sucesos. Cuando me encontraba a López Obrador, él me agradecía la cajita, y María Rojo, que ya estaba con él como candidata electa en Coyoacán, declaraba siempre a la prensa con alegría: “Este güey sí es un líder”.
Siempre voté por él. Sufrí con la jugarreta del desafuero. Y con el fraude de Felipe Calderón.
Cuando se convocó a la marcha contra el desafuero de AMLO, realicé, con el apoyo económico y logístico de María Rojo y la manufactura del escultor Rolando de la Rosa, un caballo de Troya con huacales de tres metros de altura que llegó a las afueras del Palacio de Bellas Artes, y de allí con él avanzamos, como Moisés en el Mar Rojo -pues la multitud se abría a los lados para dejarlo pasar mientras aplaudía-. El caballo de Troya alcanzó las puertas de Palacio Nacional, empujado por la gente, y allí se quedó. En la madrugada, cuando la plaza estaba vacía, la figura de huacales fue sigilosamente metida por los guardias a Palacio, quizá para revisarla. Tal y como se cuenta en la Ilíada. A los tres días el general artífice del desafuero cayó. El mito se cumplió. La imagen del caballo de huacales inundó la prensa y Jesusa Rodríguez lo retomó como símbolo oficial de la Resistencia Civil Pacífica.
Tiempo después, al año exacto de la fraudulenta elección de Felipe Calderón, se realizó un mitin en el Zócalo el día antes, que era domingo. Para nosotros, mi tribu, resultaba escandaloso no hacer nada el mero día, aunque cayera lunes. Fue entonces que mi padre, artista, fabricó una Llorona de tres metros de altura, con un largo cabello negro de tiras de tela que ondeaban al viento y que gritaba, desde una grabadora con enormes bocinas escondida bajo su falda: “Ayy mis hijos”, en español y en náhuatl. Una voz masculina enunciaba nuestros males como: “El fraude del 2 de julio, donde el que perdió ganó…”, y la Llorona se lamentaba: “Ay mis hijos…”. O: “60 millones de pobres”, y la desconsolada voz femenina se desgarraba en español y en náhuatl: “Ay, mis pobres hijos”.
Con la asesoría de Luis Barjau, experto en historia prehispánica, supimos que La Llorona debería salir -de acuerdo al mito- de las ruinas del Templo Mayor pasando por Moneda, y desapareciendo por la calle de Brasil. Y así lo hizo, sobre una pickup de otros compañeros de la Resistencia. Recorrió antes la calzada de Tlalpan hasta el Centro Histórico, y la gente se asomaba desde las ventanas alucinando con esa enorme Llorona que se deslizaba en una noche lluviosa soltando al viento su inagotable lamento.
De esto no se enteró el susodicho Andrés Manuel López Obrador.
Pero la resistencia civil está hecha de infinidad de acciones anónimas y de anécdotas increíbles, como la del pintor de una iglesia que, en esa época, el 2006, remodelaba el techo más alto de un templo. Estaba la imagen de San Marcos con un gran libro abierto entre sus manos. Allí, en la blanca hoja del libro, cuentan, el artista escribió algo que no se veía desde la altura humana, pero sí desde el cielo: “Andrés Manuel López Obrador. Presidente legítimo 2006”.
Fueron muchos actos que parecían perderse en la nada. Y justo cuando ya nadie lo creía posible, sorprende el triunfo irrefutable de Andrés Manuel López Obrador.
Siempre imaginé que correría al Zócalo o a la punta de la pirámide más cercana para celebrar si esto sucedía. O a la Villa, pues la Virgen, morena, nos había cumplido. (Yo recordaba mi cajita). Pero este domingo me pasmé.
Estaba agotada, con toda mi tribu, repartida en cama, sillones y alfombra. Felices e incrédulos frente a la televisión, donde la noticia era dada sin gusto. Estaban con nosotros dos de mis sobrinos. Uno de Cancún, azorado porque Morena arrasó ahí, y otro de Ensenada, azorado por lo mismo. Estaba también el esposo de una de mis sobrinas de León, Guanajuato, de parte de la familia que reside allá y no quiere al Peje.
Este joven irlandés, lindo, liberal, que habla un español perfecto y parece más mexicano que el mole –que el mole amarillo--, era el único que daba vueltas caminando nervioso entre los cuerpos tirados:
-Vamos al Zócalo-, decía de pronto, y respondía el silencio.
Lo volvió a decir, una y otra vez. Hasta que haciendo honor al Batallón de San Patricio, nos convenció a mí, a mi hija y a su novio, de hacernos presentes en el momento histórico.
Llegamos. Era una noche tibia de luna casi llena. La calle Madero, hermosa e iluminada, con un río de gente feliz. Ya en el Zócalo, los mariachis cantaban, con un coro de cientos de miles, canciones que culminaron con el “Cielito lindo”, que de veras se veía lindo con la luna sobre el resplandeciente Palacio Nacional.
Andrés Manuel López Obrador llegó y la multitud gritó: ¡Presidente!
Y regresamos por la calle Madero con el alma henchida, con ganas de comer chilaquiles en el ya cerrado Sanborn´s de los Azulejos, como en esos momentos memorables de la historia en que Zapata y los suyos desayunaron allí.
Y caminamos con la marabunta que tuvo un gesto de nobleza al empezar a gritar del UNO al 43 y terminar con “¡Justicia!”. Ni en la felicidad Ayotzinapa se olvida.
El regreso por Tlalpan, con multitudes a pie entre los autos que hacían sonar los cláxones como escandalosos asistentes a una boda, recorriendo el mismo camino que recorrimos hace años con la Llorona, pero ahora en sentido contrario, real y metafóricamente:
Ahora riendo en medio de la noche.
Ahora riendo, no llorando, por nuestros hijos.