'Donde termina el mar”, de Claudia Marcucetti Pascoli
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La vida de Aurelio Autieri estuvo llena de aventuras. A lo largo de sus casi 80 años fue arponero, contrabandista, cazador de tesoros y guerrillero. Ahora es un viejo que pasa los días recluido en un hospital geriátrico, pero una inesperada noticia lo pondrá de nuevo en acción.
En su reciente novela, Donde termina el mar, Claudia Marcucetti Pascoli explora el alma humana hasta sus últimas consecuencias, mostrándonos cómo las propias decisiones, el amor, el odio y la venganza nos conforman irremediablemente.
Marcucetti Pascoli nació en La Spezia, Italia, donde vivió hasta los 13 años de edad, cuando se mudó a México. Aquí aprendió a hablar español y ella se considera ya “más mexicana que italiana”. En 1992 se graduó como arquitecta, y una década más tarde comenzó su carrera literaria publicando los cuentos ¡Lotería!; las sorprendentes novelas Los inválidos y Heridas de agua; el agudo volumen doble de entrevistas De lecturas y vidas sobre los libros que marcaron a eminentes intelectuales de diversos países.
Donde termina el mar (Planeta, 254 páginas) es una novela mágica, conmovedora, que maravillará a nuestros lectores. Está dividida en los siguientes 19 capítulos:
I.- Aurelio Autieri; II.- La ballena yanqui (1945); III.- Piratas modernos; IV.- Destellos y destinos (1947); V.- Negociaciones intrépidas; VI.- Verdades mentirosas (1948); VII.- La gloria eres tú; VIII.- De Liberia a libertades (1949); X.- Filibusteros fueron (1949-1952); XI.- Vientos huracanados (1949-1952); XII.- Oro no es tesoro (1956); XIII.- Reporte de tráfico; XIV.- ¿A son guayabero? (1959); XV.- Caletas y cercanías; XVI.- El principio del fin (1961); Rendición; XVIII.- El final (1961); XIX.- En el mar.
Ofrecemos a quienes gusten de leer un fragmento del segundo capítulo, por cortesía de Claudia Marcucetti Páscoli.
La ballena yanqui (1945)
No era cualquier ballena. Aurelio Autieri la llamaba Yanqui, aunque, en realidad, de estadunidense no tenía nada: ni en sus migraciones más largas se había acercado siquiera al norte de América.
Le había puesto ese nombre para que le recordara a los yanquis que mataron a su padre.
A Yanqui la habían perseguido desde que salieron de Puerto Pirámides, en la Península de Valdez, el pedazo de tierra caprichosa que invadía el mar de la Patagonia. Dieron con ella al sur, en algún lugar entre el Golfo Nuevo y las Islas Malvinas, sin que Aurelio pudiera precisar exactamente dónde. El mar abierto es así: una vasta y democrática llanura que, al no discernir latitudes, credos o países, es igual a todos. Para entonces, el azul que los rodeaba era una inagotable presencia y su odio un hoyo profundo.
Yanqui no era ni tan mala ni tan grande como Moby Dick pero, salvo una que otra lagartija y varios pájaros ultimados a lances de resortera, fue el primer ser viviente que Aurelio tenía la oportunidad de matar, con el que pudo cobrarse una suerte de venganza. Una faena que comenzaría con el dardo mortífero que el arponero en jefe, un uruguayo de barba hirsuta y piel escamada, había acordado dejarse lanzar.
La nave en la que viajaban, de formas toscas pintadas de blanco y rojo, perforaba la espuma de las olas en su avance hacia la cola oscura y alegre que de pronto salía del agua, retorciendo su inmenso cuerpo en el aire con los brincos de un acróbata. A pesar del ansia que esa percepción le provocaba, Aurelio se concentró en la mira del arma.
Recordó el Paquod, el barco arrastrado por Moby Dick hasta el hundimiento.
Por un instante sintió el miso miedo que había padecido durante los bombardeos, recurrentes en La Spezia, por ser un puerto militar. Pero no iba a correr al refugio. Tenía que ganar, por lo menos esta guerra. Si no lo hacía, perdería su haber más preciado, el único que había traído de Italia al desesperado viaje en el que se escapó de todos y de todo. Con tal de convencerlo para que lo dejara faenar, le apostó al arponero de la vieja pluma de oro con dos zafiros que había pertenecido a su padre, y al padre de su padre. No es que Aurelio tuviera intención de usar algún otro modo de ese amuleto, pero lo consideraba el recordatorio de una posibilidad de vida en su país natal, y hasta entonces no había querido prescindir ni de una ni del otro. Había llegado el momento de arriesgarlo todo y de cortar cualquier liga con su pasado.
Hubiera podido ser una apuesta más, de las tantas concertadas entre los miembros de la tripulación, que flotaban en el mar y en una soledad compartida. La misma tediosa soledad que los empujaba a buscar distracciones, no sólo de su rutina, sino del recuerdo de quienes los esperaban en tierra y sobre todo de los que no.
Aurelio, desde niño un lector afanoso, había convencido a sus compañeros de hacer una colecta periódica para comprar libros que los entretuvieran en las larguísimas travesías. Más allá de esta noble costumbre, la diversión más recurrente a bordo era la apuesta. Los tripulantes competían por todo tipo de retos: qué gaviota pescaba antes que otra, quién se tragaría más rápido la sopa de la cena, cuál adversario sería sometido en las vencidas o en los juegos de naipes disputados en sus camarotes. Hubiera podido ser una apuesta más, pero Aurelio soñaba cómo matar al animal que ahora mismo intentaba escapársele y demasiado sueño se le había convertido en pesadilla. Por eso había comprometido no sólo su posesión más preciada, sino el único objeto que la mantenía en contacto con sus raíces. La batalla que ya daba de qué hablar entre sus compañeros y la derrama de especulaciones en su contra había llegado hasta el cocinero, quien se había jugado su navaja favorita:
--No alcanzará a darle en su primer intento… Va a desperdiciar el tiro –le aseguró a uno de los maquinistas que defendía a su elegido con sus ahorros y su lógica:
--Si el chabón jugó su pluma, es porque está seguro de ganar.
Para entonces, Aurelio había participado en el destace de muchos cetáceos como ese, de los que llevaban el nombre científico de Eubalaena australis, conocidos comúnmente como “ballenas francas astrales”. “Francas”, porque constituyen la única especie, entre las varias similares, que al morirse quedan en la superficie, lo que facilita la recuperación del cuerpo. “Australes”, porque viven en la zona más al sur de los océanos Índico, Pacífico y Atlántico. Esta era la primera vez que le habían concedido hacer una presa solamente suya, por eso había decidido llamarla Yanqui, para que fuera portadora de sus odios más profundos. Era su momento para satisfacer una frustración y un enojo que no habían cesado desde que decidió embarcarse y darle cauce a su venganza. No podía fallar.
Con el corazón acelerado y un nutrido grupo de marineros observándolo, Aurelio puso el ojo derecho en la mira. Cuando Yanqui se asomó al círculo negro del lente que le apuntaba, el italiano lanzó el arpón, que salió volando cual lengua de serpiente.
El público quedó suspendido en la incertidumbre, mientras seguía con la mirada la trayectoria del proyectil destinado a procurarles, o quitarles, sus postas.