fiesta brava
Toros, medios de comunicación, violencia
Mientras discutimos el toreo, miles mueren en silencio. Mientras la opinión pública debate la vigencia del toreo en una era de consumismo, la tauromaquia se apaga en la CDMX. Esquizofrenia moral: condenamos la violencia ritualizada, toleramos la violencia criminal.La arena se queda vacía. El albero, terreno donde la bravura ha brillado durante siglos, enmudece por decreto. El Congreso de la Ciudad de México prohibió las corridas de toros con violencia. Estocada a una tradición centenaria celebrada y criticada. La medida, sin deliberación legislativa, típico de las embestidas de la 4T, embraveció los círculos taurinos. La decisión pone sobre la arena del ruedo la tradición y la estética del toreo e invita a reflexionar sobre la tauromaquia y los medios de comunicación.
México heredó la afición taurina de España. También una manera de narrar y transmitir el espectáculo. El cine y la televisión glorificaron la Fiesta Brava y la convirtieron en un contenido habitual. Los domingos de temporada las corridas entraban a los hogares con locutores cuya narrativa transformaba cada lance en un momento épico.
La cámara capturaba cada verónica, cada pase de pecho, cada estocada, mientras los narradores relataban la lucha entre el hombre y la bestia. Televisa ofreció a millones de hogares la emoción de las corridas y conectó la Monumental Plaza de Toros México con el público urbano.
En los ochenta Canal Once sumó su propio homenaje con Toros y toreros, programa que no sólo exhibía faenas, diseccionaba el arte taurino: la crianza del toro, la ética del matador, la filosofía detrás del traje de luces. Aquellas transmisiones eran cátedras de una tradición que se autoproclamaba arte.
Esos espacios, con su lenguaje plagado de términos como “capote”, “muleta” y “estoque”, consolidaron una cultura que, pese a las controversias y ahora lo políticamente correcto, se alimentó de la pasión, la estética y el dramatismo del espectáculo taurino.

La tauromaquia hunde sus raíces en mitos ancestrales. Culturas antiguas veneraban el toro como símbolo de fertilidad, poder y pasión. La bestia es el nexo entre lo divino y lo terrenal, símbolo imperecedero del esfuerzo humano por dominar sus pasiones.
En Creta, el Minotauro exigía sacrificios humanos; en Roma, Mithras degollaba un toro para fecundar la tierra. Los íberos convirtieron el uro en adversario ritual, danza entre la vida y la muerte que España trajo a México. Aquí, el toreo se mezcló con el sincretismo indígena. Los tlaxcaltecas usaban capotes en danzas prehispánicas. Este eco mítico forjó un legado que, pese a la modernidad, retumba en la memoria de aficionados y la narrativa mediática.
Pero la tauromaquia no es ajena a transformaciones y debates globales. En España, mientras en Madrid las corridas de toros siguen celebrándose en Las Ventas, en Barcelona la prohibición llevó a que la histórica plaza de toros Las Arenas sea hoy un centro comercial, bello monumento al consumismo que simboliza el declive de una tradición frente a nuevas “sensibilidades” sociales. La paradoja es que donde antes se veneraba el toro, ahora se venera el capital.
Este contraste desata discusiones sobre si los medios deben transmitir corridas. Para algunos, exhibir la violencia normaliza el sufrimiento animal. Para otros, ocultarla es borrar la historia.
En 2015 Francia prohibió emitir corridas en horario infantil; en México, las transmisiones ya no tienen el rating de antaño, pero su censura implicaría silenciar un legado. ¿La pantalla es cómplice o testigo? ¿Debe un infante presenciar el tercio de varas, cuando la puya penetra el morrillo del toro? ¿Es adecuado que asista, por televisión, al momento de la estocada?
Los defensores del toreo sostienen que los medios preservan un arte que se nutre de emoción, coraje y la maestría del matador. Las emisiones resaltan el ritual y la estética del espectáculo sin trivializar la violencia. Los críticos argumentan que la imagen de la violencia –enmarcada en una tradición milenaria– es incompatible con una sociedad que reclama el respeto a la vida y el bienestar animal.
En el corazón de las corridas se encuentra el toro de lidia, raza forjada a lo largo de siglos de selección y tradición. El bos taurus ibericus, no es un toro bravo cualquiera. Criado en dehesas, su bravura es resultado de siglos de selección genética. El toro de lidia es sagrado, cuya muerte ritualizada simboliza lo indómito.
Su imponente musculatura, instinto indómito y espíritu guerrero lo convierten en un adversario digno en el ruedo. Su existencia depende de la tauromaquia: sin corridas, la raza desaparecería, como casi ocurrió con el caballo andaluz tras la prohibición del rejoneo en el siglo XVIII.
Los argumentos en favor y contra la tauromaquia se enredan en un capote más allá del espectáculo. Los antitaurinos, como AnimaNaturalis, claman que la Fiesta Brava es tortura disfrazada de cultura. El toro sufre desangrado, los caballos de picadores son vulnerables, el espectáculo entrena a la sociedad en la insensibilidad. Tradición obsoleta que, en tiempos de conciencia ecológica y derechos humanos, resulta incompatible con los valores de una sociedad progresista.
Los defensores, como Tauromaquia Mexicana, replican que prohibirla es un ataque a la identidad: “Si eliminamos los toros, ¿qué sigue? ¿Los charros? ¿La danza de los Tecuanes?” Los partidarios ven en la corrida una manifestación artística, un ritual que celebra la lucha entre el hombre y la bestia. El toreo es un diálogo entre la tradición y la modernidad, cada faena es un acto de resistencia cultural. “El toreo es el único arte en el que el artista está en peligro de muerte”, decía García Lorca.

Paralelamente, en este contexto de transformación cultural y mediática, emerge la necesidad de redirigir esfuerzos hacia la conservación de especies en auténtico peligro de extinción. Mientras el toro de lidia depende de las plazas, especies como la vaquita marina (con menos de 10 ejemplares) o el ajolote (devorado por la urbanización en Xochimilco) agonizan sin atención mediática comparable. El lobo mexicano, rescatado por programas de cautiverio, lucha por recolonizar su hábitat. ¿Por qué salvar el toro bravo –creado para morir– y no especies endémicas víctimas de la negligencia?
La prohibición taurina coincide con el hallazgo de un campo de entrenamiento criminal en Teuchitlán, Jalisco, donde narcos adiestraban sicarios, espacio donde se gesta la violencia en otra manera, lejos de los reflectores del ruedo. La violencia real, no la ritual, que desangra pueblos y familias, también debería escandalizarnos.
Mientras discutimos el toreo, miles mueren en silencio. Mientras la opinión pública debate la vigencia del toreo en una era de consumismo, la tauromaquia se apaga en la CDMX. Esquizofrenia moral: condenamos la violencia ritualizada, toleramos la violencia criminal.
El toro bravo seguirá pastando en las dehesas. Su destino ya no se juega en el ruedo, sino en el Congreso. Y mientras, en Teuchitlán la sangre y la violencia sigue en la arena... sin capotes que la contengan.
X: @beltmondi