Feminismo
Feministas sin quererlo
El feminismo parece haber ganado una batalla cultural clave, aunque silenciosa y lejos de ser definitiva: hasta las mujeres más conservadoras, las que construyeron carreras atacando cada premisa del movimiento, han interiorizado que son personas con derechos.Marjorie Taylor Greene representa casi todo lo que me resulta repugnante en la política contemporánea. Ha difundido la teoría de que un láser espacial controlado por los Rothschild causó incendios forestales en California. Abrazó las delirantes fantasías de QAnon sobre redes satánicas de pedofilia operadas por demócratas. Acosó personalmente a sobrevivientes del tiroteo de Parkland, llamándolos actores de una operación de bandera falsa. Promovió la mentira de que las elecciones de 2020 fueron robadas.
Comparó las medidas sanitarias contra el covid-19 con el Holocausto. Se ha declarado orgullosamente nacionalista cristiana. Ha atacado sistemáticamente los derechos de las personas trans con una saña particular. Ha repetido propaganda rusa sobre Ucrania y ha elogiado a Vladimir Putin.
Ha propuesto un "divorcio nacional" entre los estados republicanos y los demócratas. Durante años fue la subordinada más entusiasta de Donald Trump, su amplificadora más estridente, su defensora más incondicional. Y, sin embargo, en noviembre de 2025 Greene hizo algo que casi nadie esperaba:
Desafió abiertamente a Trump. El motivo fue la negativa del presidente a liberar los archivos del Departamento de Justicia sobre Jeffrey Epstein, el depredador sexual con conexiones en las élites de ambos partidos (y con el propio Trump).
Greene, junto con otras dos congresistas republicanas –Lauren Boebert y Nancy Mace–, firmó una petición de descarga para forzar la votación. Fueron las únicas republicanas dispuestas a cruzar esa línea.
La respuesta de Trump fue predecible: llamó a Greene "traidora" y "lunática", retiró su respaldo y prometió apoyar a quien la desafiara en las primarias. Greene, en una entrevista televisiva, respondió con algo inaudito en el universo MAGA:
Quisiera decir, humildemente, que lamento haber participado en la política tóxica. Es muy mala para nuestro país.
¿Conversión genuina? Probablemente no. ¿Cálculo político ante un presidente debilitado? Quizá. ¿Venganza personal tras años de desaires acumulados? Es posible. Los analistas estadunidenses han ofrecido todas estas interpretaciones. Pero hay algo más interesante que las motivaciones individuales de Greene: el patrón que revela.
Fueron tres mujeres quienes rompieron el muro de silencio republicano sobre Epstein. Tres mujeres de la derecha más dura, las más estridentes defensoras del machismo trumpista, las que se burlaban del feminismo como ideología de perdedoras resentidas; tres mujeres que habían construido sus carreras como las chicas rudas que podían jugar con los muchachos, que no necesitaban protecciones especiales ni cuotas ni un lenguaje inclusivo.
Y fueron ellas –no los hombres que se golpean el pecho proclamando su honestidad, integridad y virilidad– quienes tuvieron el coraje de desafiar al jefe cuando intentó proteger a los poderosos involucrados en una red de abuso sexual.
Nancy Mace, sobreviviente de una violación, ha hablado durante años sobre los derechos de las víctimas. Pero incluso Greene y Boebert, sin esa historia personal, entendieron algo que sus colegas masculinos prefirieron ignorar: que hay líneas que no se cruzan, que la lealtad tiene límites, que el silencio ante el abuso tiene un costo.
El feminismo que estas mujeres desprecian las transformó sin que se dieran cuenta. No el feminismo como etiqueta partidista ni como estética progresista ni como membresía de un club ideológico. El feminismo como cambio de atmósfera, como aire que se respira, aunque niegues su existencia. La idea de que las mujeres merecen respeto, voz, influencia. Que no entran a la política para decorar el escenario mientras los hombres toman las decisiones importantes. Que cuando el líder las traiciona –cuando las llama lunáticas, cuando amenaza con destruir sus carreras, cuando deja claro que siempre fueron prescindibles–, tienen derecho a responder.
Tressie McMillan Cottom, columnista de The New York Times, escribió algo que me parece iluminador: Trump gobierna como dirigía sus concursos de belleza. Las mujeres decoran su atmósfera; no deben desafiarlo por el liderazgo. La fórmula funcionó por un tiempo, pero tiene una falla estructural: las mujeres que Trump reclutó para su movimiento crecieron en un mundo en el que el feminismo ya había hecho su trabajo invisible. Pueden detestar la palabra, burlarse de las marchas con gorros rosas, votar contra cada ley de igualdad. Pero han internalizado la premisa básica: no son adornos y si las tratan como tales, tienen derecho a rebelarse.
Greene anunció su renuncia al Congreso poco después del enfrentamiento. En su declaración, escribió: "La lealtad debería ser una calle de doble sentido". También: "Me niego a ser una esposa golpeada esperando que todo mejore". El lenguaje importa. Greene, que jamás se llamaría feminista, usó una metáfora del movimiento contra la violencia doméstica para describir su relación con Trump. Las herramientas conceptuales que el feminismo creó están tan integradas en el vocabulario disponible que incluso quienes lo rechazan las utilizan para articular su propia dignidad.
Esto no convierte a Greene en heroína ni redime su trayectoria. Sus disculpas tibias no borran años de desinformación venenosa, de acoso a víctimas, de ataques a minorías vulnerables, de erosión democrática. El uso de los marcos feministas no implica un compromiso con la igualdad, sino que asume la existencia de límites normativos más altos respecto de lo que una mujer puede –y ya no tiene por qué– tolerar en política.
Más allá de cómo evolucione este episodio –y de si Greene paga o no el costo político de su desafío–, lo relevante es lo que hizo visible: un límite que durante años pareció inexistente dentro del trumpismo.
Pero el episodio ilustra cómo funciona el cambio cultural. Las transformaciones profundas no requieren conversiones ideológicas. Operan por debajo del radar de las etiquetas partidistas alterando lo concebible, lo tolerable y lo exigible. Hace 50 años una mujer en el cargo de Greene habría aceptado el maltrato como precio del acceso al poder. Habría bajado la cabeza, calibrado sus opciones, concluido que no tenía alternativa. Hoy, incluso las mujeres que construyeron sus carreras atacando el feminismo viven en un mundo donde esa sumisión ya no es el único camino disponible.
El feminismo parece haber ganado una batalla cultural clave, aunque silenciosa y lejos de ser definitiva: hasta las mujeres más conservadoras, las que construyeron carreras atacando cada premisa del movimiento, han interiorizado que son personas con derechos, que merecen respeto, que la violencia y el maltrato no son el precio de entrada a la política. Esa es una victoria. Silenciosa, incómoda, llena de paradojas. Pero victoria al fin. #NoEsElCosto