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Cuando Calderón le abrió las puertas del Ejército a Isabel Miranda de Wallace
A unos días de iniciado su sexenio, el presidente Calderón recibió en Los Pinos a Isabel Miranda de Wallace, quien le solicitó permitiera al Ejército apoyarla en el caso de su hijo, se desprende del siguiente adelanto del libro "Fabricación", que se reproduce con el permiso del autor y la editorial.Capitulo XII
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Los guardias del Estado Mayor Presidencial impidieron el paso. Una veintena de personas acompañaban a Isabel Miranda aquella mañana. La mayoría era gente humilde, víctimas del secuestro; también había reporteros, los más interesados en su causa. Un capitán de infantería trató de explicar que no podían presentarse sin aviso y proporcionó un correo electrónico para que ahí solicitaran una cita con anticipación. Isabel miró el pedazo de papel con desprecio antes de arengar a la audiencia congregada a su alrededor:
—¡Qué tristeza! No hay mano dura para la delincuencia, y en cambio a los ciudadanos nos sobajan.
El capitán se sorprendió con esa respuesta. Él había intentado ser amable.
—Perdone, señora, es que no puedo dejarla pasar sin autorización.
—Voy a colocar un espectacular aquí mismo. Ya veremos si el presidente no me atiende después de eso —amenazó la madre de Hugo Alberto Wallace.
—Deje ver qué puedo hacer —dijo el militar para ganar tiempo.
No demoró el capitán ni cinco minutos cuando el teléfono celular de la señora Wallace comenzó a vibrar. Al otro lado de la línea se presentó, con exceso de amabilidad, el licenciado César Nava, secretario particular del presidente Felipe Calderón.
Sin titubear, Isabel tomó la llamada y lo trató como si fuera un
integrante más del contingente que tenía frente a ella:
-No me dejan pasa, licenciado. Dicen que no pedí cita, pero eso es un pretexto, porque así es como el gobierno trata siempre a las víctimas.
Los rostros de los seguidores se encendieron. Con una orden de la mujer, esas personas habrían pasado por encima de los soldados.
—Sólo quiero entregarle una carta —lo interrumpió.
-...
—Ahí dice lo que estoy pidiendo...
-…
—Busco reunirme con el presidente porque necesito que conozca mejor mi caso...
—Gracias, licenciado.
Cuando colgó, Isabel estaba más calmada. La dejarían pasar, solamente a ella, para entregar la carta. Aprovechó para contarle a la prensa sobre el contenido de la misiva: además de solicitar una cita con el mandatario, quería que el Ejército se hiciera cargo de encontrar los restos de su hijo y también de dar con el paradero de los criminales aún prófugos.
Ya dentro de Los Pinos, se enteró de que el presidente había salido a una gira por el norte del país. Más tarde le sorprendería la declaración que desde Monterrey hizo Felipe Calderón a propósito de su visita: dijo estar muy apenado por su ausencia y prometió que la recibiría lo antes posible.
Ese mensaje confirmó lo que ella ya sabía. Durante el año anterior se había vuelto un personaje muy relevante, tanto que los políticos no podían hacer como si no existiera. Ciertamente, 2006 cambió su vida: desde que colocó los primeros espectaculares la gente se acercaba a ella porque quería un autógrafo, una fotografía o simplemente decirle cuánto la admiraba. De buena fe le pedían que no se rindiera, porque su causa era la de ellos. Fue como si Hugo Alberto ya no le perteneciera, se volvió la bandera de una sociedad agraviada por la impunidad.
Ella solita había capturado a cuatro de los seis criminales que mataron a su hijo; librada a su propio esfuerzo detuvo a Juana Hilda a César Freyre, a Albert Castillo y a su hermano Tony. En esta nueva narración ni siquiera su hermano Roberto Miranda aparecía en escena. Inspirada en las novelas rusas, era la encarnación mexicanizada de La madre, de Máximo Gorki, el primer motor y también el último de una revolución contra la delincuencia. En su discurso se expresaba la enemistad general de la ciudadanía con la política. Era la cuerda del hartazgo frente a un puñado de gobernantes peleados entre sí y absolutamente despreocupados por los asuntos de la gente.
Logró que la verdad detrás del mito fuera extirpada de raíz.
Ante un fenómeno tan impresionante como su ascenso al penthouse del poder nacional, ¿qué relevancia podían tener las detenciones arbitrarias de esas personas? Fue también en 2006 cuando los victimarios abandonaron los papeles principales en esa narración para convertirse en extras de un elenco cada día más numeroso.
El presidente la citó en su oficina cuarenta y ocho horas después de que Isabel entregara la carta al licenciado Nava. Aquella fue la primera ocasión que entró a la oficina principal de Los Pinos, la residencia oficial. La tarde anterior ensayó su parlamento, porque no quería desaprovechar. Sin embargo, desde el saludo, lo formal cedió la plaza a la familiaridad:
—Tengo todo el tiempo que usted necesite —le dijo Felipe Calderón.
—Gracias, presidente.
—Me habría gustado atenderla antes, pero andaba fuera de la ciudad.
—Eso me explicó el licenciado Nava, señor.
—¿Qué puedo hacer por usted?
Respiró hondo antes de disparar:
—Vengo a verlo como una madre que ha sufrido mucho, no sólo por la tragedia que le ocurrió a mi hijo, sino también por la ineptitud de las autoridades.
Felipe Calderón preguntó si podía tomar notas. Cualquiera diría que fue un alumno muy aplicado cuando estudió la primaria.
—Cuénteme cómo va su caso.
–Estoy desesperada, presidente, porque continúo sin saber
dónde están los restos de mi hijo.
-Según entiendo, hay varias personas detenidas.
-Si, cuatro de los criminales están presos, pero la policía no ha logrado hacerlos hablar. A esa gente la tratan como reyes, mientras
que a las víctimas nos minimizan.
—Todos tenemos derechos....
—Perdone que lo contradiga, presidente; ya estoy cansada de la cantaleta ésa de los derechos humanos. Son un obstáculo para conseguir que se haga justicia.
Isabel no podía saber si el presidente estaba de acuerdo con ella porque no movió ni una ceja. Así que continuó:
—Pero bueno, ese asunto habrá que arreglarlo con los jueces.
Lo que yo vengo a pedirle es otra cosa...
Calderón asintió.
—Necesito una orden de usted para que el Ejército me ayude.
De nuevo el mandatario puso cara de apostador profesional.
—Presidente, yo sé que usted recién acaba de hacerse cargo del gobierno...
Él la interrumpió:
—Llevo apenas cinco semanas ocupando esa silla —señaló en
dirección a su escritorio.
—Lo sé, pero la gente que está en la procuraduría, quienes trabajan en seguridad, la policía, los peritos, los ministerios públicos... todos continúan siendo los mismos.
—No podría cambiarlos de la noche a la mañana.
—Coincido. El problema es que los nuevos tapan los errores de los de antes y es por eso por lo que la rueda continúa trabada.
Yo estoy al cien con usted, no vamos a resolver nada si dejamos la solución en manos de funcionarios corruptos. Por eso vengo a pedirle que el Ejército me ayude. ¿Puede imaginarse lo que significa para una madre no contar con una tumba donde ir a llorar cada vez que extraño a Hugo Alberto?
—¿Qué puede el Ejército hacer por usted?
–Faltan dos, presidente, dos de los criminales que asesinaron a mi hijo aún están libres. Uno es Jacobo Tagle Dobín, el que ideó el secuestro, y la otra es su novia, Brenda Quevedo, la más perversa de toda la banda. Ayúdeme, se lo suplico, para que nos auxilie mi general secretario. Estoy convencida de que sin intervención militar el caso de mi hijo no va a resolverse.
Isabel calculó correctamente que el presidente recibiría bien la iniciativa. Ella había gestado la idea un mes atrás, en diciembre de 2006, cuando vio a Calderón vestido de militar. A diferencia de algunas voces críticas, a ella no le molestó que el comandante supremo de las Fuerzas Armadas Mexicanas se disfrazara con ropa de soldado: México necesitaba mano dura y ese hombre era de los que no se andaban con chiquitas.
La fama que logró amasar en tan pocos meses proporcionó también a Isabel roces con opiniones políticas sofisticadas. A Felipe Calderón no le preocupaban tanto los delincuentes como la mitad del país que, en las elecciones del año previo, votó por otro candidato; sobre todo, estaba preocupado por los electores que acusaron como fraudulentos los comicios donde se alzó con una victoria microscópica.
Era lo de menos si le tomaba prestada la ropa a los generales, lo verdaderamente importante es que también lo hacía con la legitimidad que tenían las fuerzas armadas. La idea era magnífica. A partir de Calderón, ése sería el nuevo ritmo del país, el himno marcial de la guerra contra la delincuencia organizada y también contra los opositores desorganizados.
—La banda que asesinó a Hugo se dedica al crimen organizado y ese tema le compete al Ejército, ¿o no? —interrogó la madre de la víctima.
El mandatario asintió por fin:
—La vamos a ayudar, se lo prometo. Confíe en mí. No la voy
a defraudar.
El mandatario se puso en pie y por un teléfono de color rojo se comunicó con el procurador General de la República. Sin saludos protocolarios, lo instruyó para que cuanto antes recibiera a la señora Wallace.
Luego regresó con ella y le extendió dos tarjetas de presentación: una era de César Nava, a quien ya conocía, y la otra de su asistente personal.
Cualquier cosa que necesite, sin dudarlo, búsqueme a través de estos colaboradores. Son de mi completa confianza. De ahora en adelante tiene al presidente de México de su lado.
Antes de abandonar aquella oficina, el mandatario hizo una
última propuesta:
—Usted podría ayudar mucho a mi gobierno si redactara un documento relatando todas las cosas que ha tenido que atravesar, sobre todo a causa de la ineptitud burocrática. También me caería bien si me sugiere algunas soluciones que yo pueda impulsar.
—Lo haré con gusto, presidente.
—Sea mi asesora para combatir el secuestro. El país y yo la necesitamos.
Isabel salió radiante de Los Pinos. Declaró a los reporteros que la había sorprendido la cercanía del mandatario; habló también de la libreta donde Calderón tomó notas y presumió que aquella reunión había durado más de una hora.

—Me siento loca de contenta poque ya no estoy sola en esto: el presidente me prometió que va a intervenir personalmente para que se haga justicia a favor de mi hijo. Ahora sí, todo el poder del Estado va a ayudarme para conseguir justicia.
Un día después de la visita a Los Pinos, dos hombres vestidos con uniforme color verde y varias medallas en el pecho se presentaron en el domicilio de Isabel. Ahí ella repitió la solicitud de ayuda y ellos le agradecieron las generosas palabras empleadas en favor de las Fuerzas Armadas cuando se entrevistó con el mandatario.
En contraste, quien recibió mal el reclamo fue el procurador General de la República, Eduardo Medina Mora. Ese hombre bajito y risueño se portó con Isabel altivo y arrogante; la amonestó por pedir audiencia con el presidente antes de solicitársela a él.
—Si usted hiciera bien su trabajo, no habría tenido que acudir con su jefe —se defendió.
—El mandatario tiene asuntos importantes que atender.
—Le repito: si fui a verlo es porque sus subalternos no hacen
bien su trabajo —cortó ella de tajo.