Hacia la ciudadanía cultural

sábado, 1 de septiembre de 2018 · 11:34
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Culturaperu.org se formó ante el apremio de consensuar un proyecto de tecnologías e información cultural para el desarrollo que involucrara la participación ciudadana en el país andino. Para la consecución de este propósito se llevaron a cabo encuentros regionales y se elaboraron balances anuales en la materia. La creación de la red Más Cultura, junto con sus expresiones VotaCultura y AbreCultura son testimonios manifiestos del éxito que ha tenido la mencionada iniciativa. AbreCultura formó parte de un proyecto de mayor extensión que congregó Alianza Juntxs, en la que militaron Fora do Eixo de Brasil, La Usina Cultura de Argentina y TelArtes de Bolivia, entre otras. AbreCultura resultó especialmente significativa, ya que propulsó el establecimiento de un mapeo de experiencias cívicas de incidencia en políticas públicas para las artes y la cultura. Es uno de los primeros esfuerzos en América Latina dirigido a sistematizar la forma en que esas políticas recaen en procesos creativos y simbólicos, así como en el ejercicio de los derechos culturales. Culturaperu.org es el origen de la asociación peruana Solar, constituida en noviembre de 2015 y cuyo esfuerzo inicial se enfocó a la innovación de un sistema de comunicación cultural. El objetivo era claro: visibilizar a los grupos y comunidades que preconstituyen un elemento fundamental para la articulación de cualquier política en la materia; sus programas denominados Pre/Encuentros son un esfuerzo honesto en este sentido. Su finalidad fue confeccionar la Agenda de Incidencia Compartida, consistente en la elaboración de una política cultural desde la perspectiva de la sociedad civil. Dentro de esta aproximación, en México se registró una experiencia en #ConectaKultura, cuyo antecedente es el proyecto Cultura, Juventud e Inclusión Social; fue impulsado por CLT Consultores, que implementó en nuestro país el programa denominado Fortalecimiento de capacidades creativas y cohesión social de jóvenes, destinado a Argentina, Brasil y México en 2012, con el auspicio de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y la Fundación Interarts. El propósito de esta iniciativa era múltiple: promover y vigorizar la intervención de adolescentes en condiciones de marginalidad en la vida cultural e identificar cómo la acción en este ámbito puede impulsar la mejoría regional. Esta experiencia debería provenir del análisis y del intercambio de experiencias locales, del fortalecimiento de la responsabilidad en el trabajo y de la búsqueda de la incidencia en los planos político e institucional, y tendría que implicar la apertura de un espacio, con el objetivo de dar visibilidad a las experiencias juveniles autogeneradoras de cultura. Existen otros proyectos latinoamericanos igualmente sugestivos. El brasileño Cultura Viva (basado en la ley número 13,018, de julio de 2014) es uno de ellos; fue instrumentado con el reglamento de la Política Nacional de Cultura Viva de abril de 2015. Con esta ley, logró transitarse del programa de gobierno Puntos de Cultura, iniciado en 2004, a una política de Estado, en la que como figura central se ubica a la sociedad civil y sus quehaceres cotidianos, tales como prácticas, tradiciones y manifestaciones culturales. A partir de esta ley se reconoció el principio autogenerativo de la cultura, que se plasma en el Catastro Nacional de Puntos y Pontones de Cultura (Término de Compromiso Cultural, TCC por sus siglas en portugués), y en su noción correlativa, que es la autorreivindicación. Cultura Viva se ha extendido por Sudamérica con la variante Cultura Viva Comunitaria (CVC), cuyo objetivo ha sido la diseminación de la cultura, así como la organización de los derechos sociales y culturales. La sociedad civil  Los proyectos referidos se explican en términos de una idea matriz cuyo fundamento es la creación de sistemas que impliquen una gobernanza de cultura diáfana, clara, transparente y participativa. La viabilidad y perennidad de esta matriz con esas características –el énfasis es necesario– depende de la implicación de la sociedad civil. La participación de ésta constituye un vector que asegura la asignación de responsabilidades y determina que las políticas en la materia reflejen efectivamente las necesidades de los ciudadanos, grupos y comunidades. La sociedad civil es un receptáculo natural de esas necesidades; una atalaya en el seguimiento y fiscalización de políticas y programas que aquí se analizan; un centinela de los valores culturales y una impulsora de la innovación y el desarrollo de las capacidades en el mismo sentido. Por ello es un imperativo la preservación de espacios estructurados de debate, que son los enclaves naturales para entreverar con los responsables de cultura las necesidades que se detecten, y asegurar con ello la perdurabilidad de las políticas del ramo (Andrew Firmin). La sociedad civil está muy lejos de ser una entelequia. La directriz operativa del artículo 11 de la Convención de la UNESCO de 2005 sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales es inequívoca. Ésta entiende por sociedad civil, sin que la descripción sea taxativa, a las organizaciones no gubernamentales, a las agrupaciones sin fines de lucro, a los profesionales de la cultura, a los sectores vinculados a ella, y a los grupos que apoyan el trabajo de los artistas y de las comunidades culturales. Los retos en la elaboración de las políticas de esta naturaleza son incontables; una aproximación empírica muestra que a la propuesta de una política cultural no se asocian necesariamente como consecuencia acciones culturales. La receptividad y comprensión de esas políticas, dada la heterogeneidad del cuerpo social, son con frecuencia impredecibles. Es común ver que en América Latina, y en especial en México, se organizan foros o consultas con personas que carecen de representatividad, ya sea temática o geográfica, con el único propósito de legitimar los procesos en la elaboración de las políticas culturales. Desde luego, este tipo de injerencia provoca suspicacias en la sociedad civil, que también se manifiestan cuando la participación de estos actores carece de eficiencia al momento de esbozar políticas culturales. Epílogo Las políticas culturales en la materia deben necesariamente acoplarse a los Objetivos de Desarrollo Sostenido (ODS) aprobados en el seno de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en septiembre de 2015 por 193 países. El objetivo 16 sugiere la creación de instituciones eficaces, responsables y transparentes a todos los niveles, así como garantizar la adopción de decisiones inclusivas y representativas que respondan a las necesidades a todos los niveles. El objetivo 17 advierte la importancia de alentar y promover la constitución de alianzas viables en los ámbitos público y privado y de la sociedad civil (Avril Joffe). La Asamblea General de la ONU de diciembre de 2015 (Resolución 70/214) reafirmó la función de la cultura como catalizador del desarrollo sostenido. Este es un proceso que incrementa las oportunidades y las libertades humanas. Por lo tanto, la cultura adquiere una función instrumental. En América Latina los países miembros de la Organización de los Estados Americanos adoptaron la Declaración de Montevideo de 2016 con motivo del décimo aniversario de la Carta Cultural de Iberoamérica. Esta declaración sostiene a la creatividad y las industrias culturales como agentes naturales del desarrollo que contribuyen a la reducción de las desigualdades sociales y la exclusión social. Estos objetivos deslindan la matriz para el diseño de esas políticas. En nuestro entorno –la claridad obliga– el compromiso no concierne exclusivamente a los mandarines culturales; los ciudadanos, grupos y comunidades han evidenciado una abulia en el ejercicio de sus derechos culturales y, más grave aún, en su participación y consecuente incidencia en la elaboración de las políticas en la materia. No suelen, pues, ejercer su derecho a participar en la vida cultural de nuestra sociedad, con lo que abdican de su responsabilidad y dejan la dirección de las políticas en cuestión a las élites y gobernantes en turno. La convocatoria ahora es clara: impulsar una gobernanza cultural participativa con políticas estables y democráticas. La democracia cultural no es imaginable sin la participación de la sociedad civil. Debe ahora haber un despliegue de esfuerzos para desarrollar procesos participativos continuos, regulares y estructurados que permitan confeccionar y evaluar las políticas culturales. El efecto último será la conformación de una ciudadanía cultural. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. Este ensayo se publicó el 26 de agosto de 2018 en la edición 2182 de la revista Proceso.

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